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Columna
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Goliat contra David

José Ignacio, ganadero, ha superado contratiempos que en los últimos tiempos han castigado a los de su gremio; y acaba de enfrentarse al Estado, con el que nunca creyó que pudiera

Julio Llamazares
No hay vacaciones para un ganadero, a las vacas hay que ordeñarlas todos los días
No hay vacaciones para un ganadero, a las vacas hay que ordeñarlas todos los díasTONI FERRAGUT

Mi amigo José Ignacio, uno de los últimos ganaderos de leche que queda en una montaña donde llegó a haber centenares, nunca pensó que saldría en la prensa. Mi amigo José Ignacio, ganadero vocacional y por tradición familiar que se remonta posiblemente a siglos, ha superado todas las tempestades que en los últimos tiempos han azotado a los de su gremio: el mal de las vacas locas,la brucelosis, la caída de los precios de la leche, el abandono de las empresas de recogida de aquellas granjas más alejadas de los centros de comercialización, pero la semana anterior se enfrentó a un nuevo enemigo: el Estado, con el que nunca creyó que pudiera. Resulta que a José Ignacio una de sus vacas se le escapó del cercado en el que pastaba y resultó atropellada por el tren de vía estrecha que pasa cerca del lugar. El convoy iba vacío y el maquinista resultó ileso, no así la vaca, a la que hubo que sacrificar, y todo quedó en un susto, prosiguiendo el tren su camino sin otra novedad que un mínimo retraso en su recorrido. Al poco tiempo, a José Ignacio le llegó una sanción de la autoridad ferroviaria por “falta leve” de 800 euros, que pagó religiosamente y creyó que ahí se acababa todo. Para un ganadero, 800 euros, más la pérdida de una vaca, que tuvo que malvender, no es cosa menor, pero dio gracias de que el accidente no hubiera tenido más consecuencias.

El problema es que hace días recibió una nueva sanción, ahora de la Delegación del Gobierno en la comunidad autónoma en la que vive, de 38.001 euros por el mismo hecho, cantidad que supone más o menos las ganancias totales de dos años trabajando día tras día, sin vacaciones ni domingos, pues a las vacas hay que ordeñarlas todos los días. José Ignacio se planteó venderlas todas y cerrar su explotación para poder hacer frente a esa cantidad, cuya desproporción se entiende por comparación con las que las autoridades imponen como sanción a empresas que contaminan el medio ambiente o a los ayuntamientos que no depuran sus vertidos residuales a los ríos, por poner un par de ejemplos, y no digamos ya a los defraudadores y a los ladrones de cuello blanco que protagonizan, éstos sí merecidamente, las portadas de los periódicos cada poco tiempo. “Y encima tenía que dar las gracias, pues me dijeron que la sanción podía haber llegado hasta los 380.000 euros”, se quejaba el ganadero.

Gracias a que su peripecia provocó la solidaridad de todos los de su gremio, primero, y la atención de la prensa, después, la rueda del Estado, que es implacable, por una vez se detuvo y la Delegación del Gobierno ha dado carpetazo a la sanción (con el argumento de que no se puede sancionar dos veces el mismo hecho, pero obligado realmente por la oposición social), evitando así un atropello más grave que el de la vaca del desdichado ganadero.

Pero que nadie se lleve a engaño. Tras este vendrán otros atropellos, pues el de José Ignacio no es sino un ejemplo más de la desconsideración que la gente del campo recibe por parte de unos funcionarios que, en lugar de ayudarla a sobrevivir, no hacen más que ponerle trabas, y de las distribuidoras y empresas que comercializan sus productos, quedándose con el beneficio. De ahí que se manifiesten desde hace días ante la indiferencia casi general del resto. ¡Qué pena!

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