No trabaje, no discuta: los peligros de disfrazarse de pollo
En esta columna repasamos todo lo que se puede torcer en la vida después de que un hombre corriente se compre un disfraz para una fiesta de carnaval
Una de las grandes inversiones de mi vida fue un traje de pollo que me compré en 2011 y llevo usando desde entonces cada vez que debo ir disfrazado. Es de lo más socorrido: da calor en las temperaturas gélidas de febrero y divertidas anécdotas el resto del año. Compartiré aquí dos. La primera: tras una fiesta de carnaval tuve una discusión con mi novio en plena calle, no recuerdo por qué, y esta no sería una anécdota llamativa si no fuese porque yo llevaba el disfraz de pollo y él uno (elaboradísimo) de Karl Lagerfeld, de modo que la gente que nos vio desde los taxis nocturnos siempre tendrán una estupenda historia que contar a sus nietos (“una noche a principios de siglo vi a Lagerfeld, el de Chanel, gritándose con un pollo en el paseo de Pintor Rosales”).
Esa noche me desperté de madrugada y me di cuenta: mi foto de perfil en Facebook era una mía con el disfraz de pollo, un piti en una mano y una cerveza en la otra
La segunda: cuando trabajaba en una revista de lujo y actualidad de mucho renombre contacté con un importante empresario a través de Facebook para pedirle una entrevista (es un modo sencillo y rápido para dar con alguien). “Estimado don Pepito, trabajo para la publicación tal y sería sería un honor contar con usted en nuestras páginas. Me quedo a su disposición para cualquier duda o sugerencia. Deseando recibir una respuesta se despide atentamente Guillermo Alonso”. ¡Enviar!
¡Qué lenguaje tan elegante, qué tono tan respetuoso! ¡Dirá que sí! Esa noche me desperté de madrugada y me di cuenta: mi foto de perfil en Facebook era una mía con el disfraz de pollo, un piti en una mano y una cerveza en la otra. El empresario leyó mi mensaje, pero nunca respondió. Ah, la elegancia de la gente rica.
Guillermo Alonso es redactor en la web de ICON y autor del libro ‘Vivan los hombres cabales’
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