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Tribuna
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Es la productividad

Resulta perfectamente razonable hacer de España una sociedad comparable a la de las economías europeas más prósperas y más igualitarias, pero son necesarios tiempo, presión fiscal y otro modelo productivo

Andreu Mas-Colell
Raquel Marín

El Gobierno de izquierda ha llegado. En el frente político deberá enfrentarse a dos dificultades: la hostilidad beligerante de una derecha que le niega legitimidad y la necesidad de aprender a gobernar en coalición. Esperemos que Sánchez no se deje intimidar por el estrépito de la derecha y no olvide que tiene detrás muchos más votantes. La democracia es eso. Permitidme también suponer que los socios de coalición percibirán con claridad que sus posibilidades para las próximas elecciones generales, preferiblemente dentro de cuatro años, dependen del éxito del experimento.

Pero la dificultad que ahora me ocupará es otra y corresponde al frente económico. Sánchez dispone de un equipo económico de calidad y bien anclado en Europa. Sabrá lidiar con las incidencias del ciclo económico en los próximos años. Ahora bien, un Gobierno nuevo y no de continuidad aspira a gestionar la economía a partir de una ambición que va más allá de una legislatura y que descansa sobre una visión de un modelo económico ideal.

Los programas públicos son raquíticos, la inercia del pasado se agotará, la reserva de talento se desaprovechará

¿Cuál es el modelo económico ideal del Gobierno Sánchez? Creo que, en su esencia, es bien simple de enunciar: hacer de España una sociedad comparable a la de las economías europeas más prósperas y más igualitarias. Las del norte de Europa, para entendernos. A los que se sonrían con este propósito les haría notar que esas economías fueron un día como la española hoy. Lo que fue posible allí no puede por principio no serlo aquí. Ambicionar este punto de llegada es perfectamente razonable.

Para enfilar este camino se precisa madurez, lucidez e inteligencia en al menos tres aspectos:

1. No se deviene una economía del norte de Europa de la noche a la mañana o de cualquier manera. Se precisa tiempo y finura legislativa. Finura es entender, por ejemplo, que la universalidad gratis es imposible. Si prevalece la posición de que los servicios públicos proveídos han de ser gratuitos, se está simultáneamente restringiendo el ámbito de necesidades sociales que se pueden proveer por servicios públicos. En el Norte están presentes, en mayor o menor medida, los peajes y los copagos sanitarios.

2. Recordemos el chascarrillo según el cual no se puede disponer simultáneamente de los servicios públicos de Suecia y de la presión fiscal del Sur. Es así y, afortunadamente, así lo entiende el Gobierno entrante. El mensaje emitido es que la presión fiscal aumentará. Es mejor saberlo: si el modelo son las economías del Norte, la presión fiscal no podrá ser muy diferente a la de aquellas. Y otra vez: si ello ha sido posible allí, no podemos partir de la base de que no lo es aquí.

3. Llego ahora al meollo de la cuestión. Contando con una implementación atinada, ¿bastará con aumentar la presión fiscal? La respuesta es rotundamente negativa. Nuestra diferencia fundamental con Dinamarca, Austria o Francia, no es el nivel de presión fiscal sino algo más estructural: la productividad (tecnicismos aparte, las diferencias en productividad vienen a ser las diferencias en rentas per cápita). Así, aún si situamos nuestra fiscalidad en los más exigentes niveles europeos, y aún contando con el factor de ajuste de la inmigración, una política de pensiones como la que deseamos no será sostenible.

¿Cómo encarar este reto decisivo? La mejora de la productividad no sucederá espontáneamente. Será indispensable una acción pública decidida, en parte legislativa (una buena y rompedora ley de universidades, por ejemplo) y en parte compromisos de recursos. Las intenciones fiscales del nuevo Gobierno ofrecen aquí una oportunidad, que es a la vez un desafío. Dicho con crudeza: no todo el incremento de ingresos fiscales netos del servicio de la deuda puede dirigirse a políticas sociales. Una proporción significativa —que no me atrevo a cuantificar— debe ir a las inversiones que hagan sostenibles las políticas sociales que se desean. Para atender a las necesidades sociales ahora y en el futuro hay que dedicar una parte no residual del gasto público adicional que podamos permitirnos a hacer posible que las podamos continuar atendiendo en el futuro. No será fácil, pero el nuevo Gobierno se la juega con su capacidad de autodisciplina para no sucumbir a las urgencias del momento. Los embates de la crisis han propiciado, comprensiblemente, un estado de opinión que lleva hacia lo social cada nuevo euro de ingresos públicos. Pero lo no social (que incluye infraestructuras, I+D+i o cultura) cayó más que lo social (que incluye las pensiones) durante la crisis. Es de sentido común que si no reequilibramos el gasto, cuando aumente la presión fiscal nos encontraremos en una situación insostenible a medio término.

Rechacemos la idea de que la justicia debe preocuparnos solo después de asegurar la prosperidad. Pero la prosperidad sigue siendo condición necesaria para la justicia plena. El reto consiste en no aplazar la justicia pero, a la vez, construir la prosperidad, es decir, aumentar la productividad.

No se deviene una economía del norte de Europa de la noche a la mañana o de cualquier manera

El gasto público para el fomento productivo tiene muchas dimensiones. Incluye infraestructuras e incluye el gasto en I+D, un pilar esencial de las políticas de innovación. La situación ahí es negativa sin paliativos. El gasto, históricamente ya escaso, se ha desplomado durante la crisis. Luis Oro y Alberto J. Schuhmacher lo explicaron bien en la Opinión que EL PAÍS publicó el 16 de enero. No repetiré las desgraciadas cifras. Falla tanto la inversión pública como la privada. De poco sirve consolarse, como a menudo se hace, constatando que la proporción de la pública en el total está en normas europeas, desplazando así la responsabilidad a la privada. En la situación crítica en que nos encontramos debemos estimular la inversión privada, sí, pero también aumentar la inversión pública. Estudios recientes (pienso, por ejemplo, en Gruber y Johnson: Jump-Starting America) han evidenciado que aún en los países con más investigación privada, como EE UU, la pública ha sido motor. Razón de más entre nosotros. En este momento solo podemos ir a peor. Los programas públicos son raquíticos, la inercia del pasado, que en algunos aspectos nos da una falsa sensación de confort (publicamos mucho) se agotará, la inmensa reserva de talento que tenemos formándose en el exterior se desaprovechará, etcétera.

Hay que actuar. Como no todo se puede hacer a la vez, hay muchas prioridades y es difícil desplazar gasto, propongo un objetivo que, en la perspectiva de aumento de la presión fiscal, sería factible y potente: la tasa de crecimiento anual de la inversión pública en I+D debería ser en los próximos ocho años como mínimo del 10%. Es un objetivo menos exigente por año que el adoptado en 2004 por Zapatero (25% anual por cuatro años). Tuvo un impacto positivo pero era excesivo para la capacidad de absorción del sistema. El objetivo es más exigente, sin embargo, que el propuesto por Oro y Schuhmacher (4% anual por diez años). El aspecto crucial y nuevo es el siguiente: puesto que el compromiso con la política social presente y futura —podríamos añadir la medioambiental— se consolida, la importancia del I+D para hacerlo sostenible aumenta, pero también conduce a un aumento de la presión fiscal que hace posible que la propuesta pueda llevarse a cabo sin disminuir año a año otras partidas presupuestarias. Y en ocho años nos puede llevar a donde debemos estar en Europea.

Andreu Mas-Colell es catedrático emérito de la UPF y presidente del BIST.

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