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Columna
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Pulgarcita

Toda la infancia debería ser protegida de las fauces del ogro. De la voracidad económica

Marta Sanz
Jovenes inmigrantes
Un grupo de menores extranjeros no acompañados en un centro de Barcelona. GIANLUCA BATTISTA

Leo cuentos de hadas sin edulcorar. Los enanitos de Blancanieves se parecen a los niños que trabajaban en las minas. En el Pulgarcito de Perrault, el protagonista es el menor de siete hermanos abandonados por su padre en el bosque: la madre, para que vuelvan, les da miguitas de pan que Pulgarcito arroja por el camino. Se las comen los pájaros y los niños acaban en casa del ogro. Distancia. Peligro. Desarraigo. Alimento. El relato habla del dolor naturalizado al que obliga la miseria: juntar dinero para el que el hijo más listo cruce el mar, trabaje y regrese para salvar a una familia. Un pueblo.

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Estos héroes de narraciones ejemplares ya no se llaman Pulgarcito. Hoy a estas criaturas el agua del mar les borra el rostro cuando se ahogan. El hacinamiento les borra miembros y cara: en la Purísima de Melilla, 850 seres humanos ocupan un espacio para 350. Se les borra cuando se les nombra con un acrónimo —menas— y cuando, a golpes de odio, frente a un centro de menores en Sevilla, Monasterio pide protección para “españoles de a pie y las mujeres”. En sus piadosas entrelíneas, la idea de que estos niños son violadores y ladrones. Se les borra la cara cuando se les calcula la edad midiéndoles dientes y huesos, como a Omar, que se suicidó al perder la tutela de la Generalitat: sus tibias dijeron que tenía 18 años. Un niño abandonado en mitad de la calle. Sin nada. Sin la actitud positiva de Pulgarcito. Sin resiliencia. Un infeliz condenado a ser pobre por su falta de carácter. Por la historia que cargaría sobre sus hombros. Por las desigualdades de las que no nos responsabilizamos habitantes del primer mundo que instalamos cámaras en viviendas de protección oficial, y nos encabritamos para no renunciar a nuestros cristianos privilegios de producto interior bruto ni tener que repartir nuevas formas de miseria. “Atender a los menas no es regalarles una casa con pista de pádel”, declara esa presidenta de Madrid que no suelta por su boca más que caducados huevos de codornices. Se les borra la cara, como el amo a su empleado en el blues de Gamoneda, cuando se piden deportaciones en caliente o se colocan artefactos explosivos, reales o simulados, a la puerta de los centros en que viven. Son competidores. Oscuros. Pobres. Fanáticos. Sospechosos. La cáscara adjetival encubre la semilla: son niños. Casi siempre hablamos de niños, porque “las chicas salen pero no sabemos dónde llegan”, dice Rosa Molero. Pulgarcita fue secuestrada por un sapo para casarla con su hijo.

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Midamos la indefensión de nuestros niños y niñas: adolescentes histéricos maltratan a su madre porque no les compra unas zapatillas; modelos infantiles, tamborileros televisivos, microchefs, precoces miss Sunshines convierten el trabajo en espectáculo circense; menores envejecidos vienen a trabajar para comer. Toda la infancia debería ser protegida de las fauces del ogro. De la voracidad económica. No despersonalicemos a desafortunadas criaturas bajo el código de barras y la marca “mena”. Volvamos a leer cruelísimos cuentos de niños perdidos y mujeres dormidas. Que el lenguaje no sea excusa para enterrar la parte hedionda de nuestra realidad.

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Sobre la firma

Marta Sanz
Es escritora. Desde 1995, fecha de publicación de 'El frío', ha escrito narrativa, poesía y ensayo, y obtenido numerosos premios. Actualmente publica con la editorial Anagrama. Sus dos últimos títulos son 'pequeñas mujeres rojas' y 'Parte de mí'. Colabora con EL PAÍS, Hoy por hoy y da clase en la Escuela de escritores de Madrid.

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