Netanyahu socava la democracia en Israel
Tras ser imputado por distintos delitos, el primer ministro aseguró que la justicia y la policía hacen “acusaciones falsas” y movilizó a sus seguidores para pedir “una investigación sobre los investigadores”
Los electores israelíes volverán a las urnas en marzo de 2020 por tercera vez en menos de un año. Los comicios de abril y septiembre de 2019 no consiguieron producir en la Knesset la mayoría indispensable para formar Gobierno. La razón fundamental de este bloqueo sin precedentes es el empeño del primer ministro Netanyahu en aferrarse al poder. Después de haber presidido el Gobierno de 1996 a 1999, regresó al cargo en marzo de 2009 y desde entonces no ha vuelto a dejarlo, además de hacerse cargo también durante varios años de carteras como Asuntos Exteriores, Sanidad, Economía y Comunicaciones. Esta longevidad en la cima del poder y este acaparamiento de ministerios no tienen tampoco precedente en la historia de Israel, ni siquiera en las circunstancias excepcionales que caracterizaron la fundación del Estado en 1948 por David Ben Gurion.
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Netanyahu dirige desde hace un año un Gobierno que en teoría solo debía resolver los asuntos del día a día, puesto que no tenía que responder ante una Knesset disuelta o incapaz de producir una mayoría. Aun así, el primer ministro no ha vacilado en tomar numerosas medidas cargadas de consecuencias, sobre todo en cuanto a la colonización de la Cisjordania ocupada. Pero la obsesión de Netanyahu por permanecer en su puesto se explica menos por esta ausencia de contrapoder que por la inmunidad que lleva aparejada. Porque, también por primera vez en la historia de Israel, un primer ministro en activo ha sido imputado después de un largo proceso judicial. El pasado noviembre, el fiscal general le acusó de corrupción —un delito castigable con 10 años de prisión—, abuso de confianza y fraude, dos cargos que suponen tres años de prisión cada uno.
Bibi, como lo apodan sus seguidores con una mezcla de respecto y afecto, habría podido decidir retirarse de la política para afrontar esas acusaciones en calidad de simple ciudadano, y así habría eliminado la principal hipoteca que impide constituir un Gobierno de coalición. Por el contrario, decidió añadir leña al fuego y calificar esta triple inculpación nada menos que de “un intento de golpe de Estado”. Aseguró que la justicia y la policía de su país cuentan en sus filas con funcionarios “deshonestos” que hacen “acusaciones falsas” a instancias de “elementos exteriores” e hizo algo más grave, pedir a sus seguidores que salieran a la calle para exigir “una investigación sobre los investigadores”. La concentración que él inspiró abiertamente y contribuyó a organizar de forma solapada reunió en Tel Aviv a millares de manifestantes enardecidos que denunciaron la “dictadura judicial” y llamaron “cabezas de serpiente” a los fiscales.
Ningún dirigente se había atrevido jamás a enfrentarse con tanta virulencia a los medios, la justicia y las ONG
Esta avalancha de odio verbal ha revivido en Israel el negro recuerdo de la campaña desatada en 1995 contra el primer ministro Isaac Rabin, caricaturizado como un oficial de las SS por haber negociado la paz con los palestinos de Yasir Arafat. Netanyahu, que ya entonces era jefe del Likud, el partido histórico de la derecha israelí, no tuvo reparos en fomentar la demagogia y lanzar arengas ante manifestaciones en las que se gritaban eslóganes como “Rabin traidor” y “Muerte a Rabin”. Bibi no profirió nunca personalmente unas palabras tan escandalosas, pero muchos israelíes le acusaron de haber creado un clima repugnante que desembocó en el asesinato de Rabin a manos de un extremista judío. Y muchos más le acusan de haber proseguido los insultos verbales durante la campaña electoral que le enfrentó a Shimon Peres, el sucesor de Rabin, en 1996. Su sorprendente victoria justifica, a ojos de Netanyahu, esa degradación del debate público. Sus tres primeros años de primer ministro estuvieron llenos de estallidos provocadores y violentas polémicas.
Cuando Bibi volvió al poder en 2009, después de 10 años de una travesía del desierto relativa (fue ministro de Finanzas y Asuntos Exteriores), estaba decidido a que no volvieran a desalojarlo. Emprendió una increíble “privatización” del Estado de Israel en su propio beneficio, se atribuyó todos los éxitos del país y acusó a sus rivales de ser “antisionistas”, sin matices, puesto que el único sionismo auténtico, a su juicio, era el del Likud y sus aliados de extrema derecha. Fabricó un mítico “enemigo interior”, en el que mezcló las distintas campañas de resistencia frente a sus derivas arbitrarias y que sigue agitando periódicamente como un espantajo: su primer objetivo son los ciudadanos árabes israelíes, que constituyen el 20% de la población, y a los que tacha de ser una “quinta columna” esencialmente hostil a Israel; después ataca a la izquierda en general, a la que reprocha su falta de patriotismo, y a los defensores de los derechos humanos en particular, a los que acusa de manchar la imagen de Israel en el extranjero; en los mítines, Bibi insta a que se abucheen los nombres de los periodistas críticos con él; y por último, ha lanzado una campaña en toda regla contra el poder judicial y la policía, a los que relaciona con una vasta conspiración para desestabilizarlo.
Mucho antes que Trump, ya trivializó las ‘fake news’ y llenó las redes sociales de mensajes contundentes
Ningún dirigente israelí se había atrevido jamás a enfrentarse con tal virulencia y constancia con los poderes de equilibrio que constituyen los medios de comunicación, la justicia y las ONG. Cada una de las cinco campañas electorales llevadas a cabo por Netanyahu desde 2009 ha estado más marcada que la anterior por la retórica extremista y las calumnias sistemáticas. Mucho antes de Donald Trump, Netanyahu ya trivializó las fake news para desacreditar a sus adversarios y llenó las redes sociales de mensajes contundentes y a menudo difamatorios. Se ha aprovechado del sentido de la medida de sus rivales, que nunca se han rebajado a su nivel. Por eso se presenta constantemente como la víctima de unas maquinaciones tan siniestras que justifican sus afirmaciones más agresivas. A sus diferentes cuentas oficiales en Facebook, Twitter e Instagram, financiadas por el contribuyente, añade sus páginas personales, pagadas de forma totalmente opaca, que le permiten esquivar las leyes sobre la propaganda electoral. En total, cuenta con cinco millones de abonados a todas esas cuentas, una cifra considerable —pese al número de seguidores en el extranjero—, dados los 6,6 millones de internautas que existen en Israel.
Bibi ha conseguido así convencer a sus fieles de que su permanencia en el poder es indispensable para la prosperidad y la seguridad de Israel, y de que sus adversarios están intentando socavar esa prosperidad y esa seguridad. Según ese razonamiento repetido una y otra vez, los escándalos que se multiplican en torno al primer ministro son seguramente la prueba absurda de su devoción al país. No se va a privar de ningún otro insulto hasta las elecciones del próximo mes de marzo y va a sacar partido de todas las ventajas de su cargo. Y cuando, como es inevitable, llegue el día en el que deje el poder, Israel necesitará un largo periodo de apaciguamiento para que el debate democrático recupere todo su valor.
Jean-Pierre Filiu es catedrático de Historia de Oriente Próximo en Sciences Po (París) y en 2019 publicó un ensayo sobre Netanyahu, Main basse sur Israël (La Découverte).
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
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