Desengaño
Hay que sacar las almas antes de que se oxiden del todo, recuperar las voces, volver a las calles
El agobio de los desengaños, uno tras otro: los que creímos colegas de Ilustración pero que razonan como los bárbaros aunque con las manitas blancas, los periódicos (¡incluso franceses!) a los que fiamos la defensa de nuestra causa y ahora son sus adversarios elocuentes o reticentes, los políticos que imaginamos herederos de la revolución emancipadora y hoy llaman progresismo a la felonía, los jueces que se pliegan al griterío de la calle azuzado por los manipuladores de sueños, los amigos europeos que iban a rescatarnos y nos reducen a Franco y la Inquisición, las universidades reverenciadas vendiendo títulos y legitimando villanías liberticidas, los curas incurables, los de derechas a los que supusimos sabios, los de izquierdas a los que tomamos por decentes… Nos lo tragamos todo: yo me lo tragué todo. Estoy desengañado… de mí mismo.
La Constitución fue un derroche de buena fe que por sí sola no podía remediar siglos de clericalismo cazurro y anticívico, hoy llamado “identitario”. Las componendas cortoplacistas nos han traído al pantano, con el beneplácito proactivo de quienes han preferido ser muy de derechas o muy de izquierdas antes que sencillamente españoles demócratas. ¡Antes muertos que sencillos! Bueno, pues que se vayan muriendo ellos mientras nos esperan. Al menos ya está todo claro y ni Luxemburgo ni nadie puede convencernos de que la putrefacción sea irreversible ni inevitable. Hay que sacar las almas antes de que se oxiden del todo, recuperar las voces, desconfiar de los mediadores que todo lo que es valioso nos lo compran con kilo y medio de diálogo, insistir en los espacios políticos que podamos abrir, no abandonar los jóvenes a quienes se aprovechan de su entusiasmo sin experiencia, volver a las calles… Y a espabilar, por muy desengañados que estemos, que es fin de año.
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