Quince años
Hemos convenido como sociedad en que los menores de 16 años son inmaduros para tener sexo con adultos aunque lo pidan de rodillas
Supongamos que la niña quiso. Que dijo que sí, o no dijo que no, o no dijo nada. Que incluso persiguió a sus presas hasta cazarlas para presumir con las amigas de haberse tirado a los chicos más guais del pueblo. Por suponer supongamos que fue ella, niña terrible, quien les bajó la bragueta y procedió a satisfacerles, uno tras otro, insaciable, sin que ellos, hombres dominados por sus instintos, pudieran negarse. Supongamos, en fin, que después la niña, arrepentida, o pillada en falta, se inventó que la forzaron para hacerse la santita y de paso arruinarles la vida a tres muchachos ejemplares. Supongamos eso.
Supongamos ahora que los chicos, tres tíos como tres castillos de Aranda, invitaron a casa a un pibón de 15 años que les estaba pidiendo guerra. Que una cosa llevó a la otra y acabaron de aquella manera. Que ninguno pensó que tres tiarrones trajinándose a una quinceañera, porque sabían que lo era, pudiera ser cuestionable. Supongamos que, detenidos tras la denuncia de la nena, se defendieran atacando diciendo que ella quiso; que de niña, nada; que todo el pueblo sabe que es una calentorra. Supongamos también eso.
Da igual. Hemos convenido como sociedad en que los menores de 16 años son inmaduros para tener sexo con adultos aunque lo pidan de rodillas. En que los adultos, incluso si se les tiran críos encima, deben tener la responsabilidad de no aceptar esos requerimientos, o saber que están delinquiendo. Bien: tengo amigas que creen que, si la niña quiso, los chicos son inocentes. Y amigos que, aunque ella quisiera, ellos son culpables. Propongo un ejercicio a realizar en la intimidad del retrete, solos usted y su conciencia. Imagine que la niña es su hija, o su hermana. Ahora, que uno de los chicos es su hermano, o su hijo. Si lo que piensa a solas no es lo mismo que sostiene en público tenemos un grave problema como sociedad. Seguimos teniéndolo.
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