Colonizados
Sabemos hoy más de las costumbres estadounidenses que de las nuestras propias y, lo que es peor, las creemos superiores
Dichoso mes que empieza con Halloween y termina con el Black Friday, diría mi abuela si viviera aún, refiriéndose a noviembre, en lugar de lo que decía: “Dichoso mes que empieza con Todos los Santos y termina con San Andrés”. Por suerte para ella, mi abuela murió hace mucho y no tuvo que asistir a la colonización cultural estadounidense, que, además de afectar a nuestro vocabulario, lo ha hecho también a nuestras costumbres, suplantadas por las de importación. Lo peor es que esa colonización cultural es aceptada por muchos como un avance cuando lo que significa es un empobrecimiento.
Cuando ya todos hablamos en medio inglés —o creemos que hablamos en medio inglés—, parece que nuestra intención es vivir como si fuéramos norteamericanos, y para ello no escatimamos esfuerzos: comemos en americano, bebemos en americano, vestimos en americano y celebramos las fiestas americanas en lugar de las nuestras, tan anquilosadas. No hay color entre Papá Noel y esos tres Reyes Magos tan tradicionalistas y previsibles, como tampoco lo hay entre el Halloween de las calabazas y los disfraces del último héroe cinematográfico de Hollywood y nuestras aburridas celebraciones de los difuntos (visitas a los cementerios, niños pidiendo de casa en casa para hacer una merienda colectiva, representaciones del Tenorio, etcétera), o entre el mágico árbol de Navidad lleno de luces y el aburrido belén con figuritas de terracota y río de papel de plata. Donde esté lo americano que se quite lo español (y lo portugués, y lo mexicano, y lo italiano, y lo brasileño, que la colonización no es exclusiva nuestra).
Y pensar que fuimos nosotros, los españoles, los que colonizamos aquellas tierras desconocidas pobladas por indios que tanto material narrativo darían al cine cuando nació, ese cine que vemos superior al nuestro y que ha sido, con la televisión, la principal herramienta para nuestra colonización de vuelta... Sabemos hoy más de las costumbres estadounidenses que de las nuestras propias y, lo que es peor, las creemos superiores. Tanto es así que a quien se resiste a su aceptación, y no digamos al que la censura, como yo estoy haciendo ahora, por su acriticismo, se le considera antiguo o paleto, o las dos cosas a la vez, tergiversando esas dos palabras que no significan necesariamente lo que los que las emplean creen: antiguo es lo que ha sobrevivido al tiempo (lo cual no es bueno ni malo, depende) y paleto es el que por su complejo de inferioridad considera mejor lo ajeno que lo propio, lo sea o no verdaderamente.
Pero ahí estamos, cada vez más convencidos de que la modernidad viene siempre de Nueva York o de California y sometidos a una publicidad incesante que hace que hasta el más reacio acabe utilizando palabras en inglés para decir cosas que podría decir en español y comprando cuando, como y lo que los americanos quieren. Y lo peor es que lo hacemos con gusto y creyendo que es la manera de destacarnos de la mediocridad cultural de nuestro país, que evidencian ejemplos como su escaso peso en el concierto internacional o que el español lo hablen solo los americanos pobres, no esos ricos del norte a los que admiramos por su desarrollo. Que lo hablen 500 millones o que nuestra cultura sea admirada por estos no debe confundirnos; es su manera de consolarnos por haber tardado tanto tiempo en salir de nuestro error. ¡Y el lunes que viene es el Cyber Monday!
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