La fiesta melancólica de La Habana
A sus quinientos años, parece haber en sus calles una reserva vital que subyace a sus distintas capas políticas e históricas
En unos días voy de nuevo a La Habana. No sé cómo nos vamos a tratar esta vez. Ese lugar me entregó la potencia que luego pude usar contra él mismo, un circuito interior que me señaló los túneles de salida para escapar de la ciudad oficial. No hubo un error ahí, no fui yo un desliz o una consecuencia indeseada. Era todo lo que La Habana esperaba que sucediera.
A sus 500 años, parece haber en sus calles una reserva vital que subyace a sus distintas capas políticas e históricas, una identidad abierta, poco posesiva, un territorio que el mapa de ningún régimen puede representar o corromper. Ese es el capital moderno, intangible, sepultado bajo los escombros de su destrucción. La Habana, una obsesión pulida en el destierro amargo de sus poetas y héroes, es también la distancia que te separa de ella. No sabríamos qué fuera La Habana si no hubiese nadie que nos hubiera dicho lo que significaba no habitarla ya, no recorrerla y renunciar. "Yo te amo, ciudad,/ aunque sólo escucho de ti el lejano rumor", son las líneas primeras de Testamento del pez.
Hace cuatro años salí de Cuba, y ahora La Habana se encoge con cada uno de mis regresos. Después de vivir en Ciudad de México, la madre de las desproporciones, las perspectivas han cambiado. Los sentidos, elásticos, son más permisivos. La tierra continental te enseña que en una isla, por grande que sea, no hay nada que no sea cercano entre sí.
La primera vez que llegué a La Habana me puse a caminar, pero caminé porque me resultaba inmensa, de una magnitud tal como solo puede tener la capital de tus ilusiones. Acababa de ingresar a la universidad, luego de una temporada encerrado en provincia, y desandaba las calles principales guiado por la conmoción. Mi miedo no me permitía entrar en la red circulatoria de la ciudad. Sentía que no era capaz de pertenecer ni de entender los códigos internos, los signos del tránsito, las rutas y atajos de la costumbre.
Aquella Habana, la Habana inmensa, era fruto de la supervivencia y la escasez. Y esta de ahora, el pueblo, también lo es. El día en Cuba sigue siendo comunista. Es lineal, fatigoso, se suda, te exprime, e incluso la gente que tiene dinero pasa trabajo para acomodarse en él, pero la noche, cierta noche privilegiada, es cada vez más neoliberal, cargada de fiestas frívolas y potentes, fiestas muy seductoras y convencidas de sí mismas, dispuestas a encontrar una salida sin demasiado esfuerzo, un boquete por el que se escapa la gente sin huir.
La noche está plagada de medianos negocios privados, hoy permitidos, que se construyeron desde una ideología conservadora, los lunares del capitalismo de Estado que como una avanzadilla descafeinada salieron sobre el paisaje del estalinismo nacional y que delatan el color de la única piel de relevo que podía haber debajo de esos despojos. Son los espacios que más efizcazmente materializan en un éxito comprobado la idea de que la política es una cosa aburrida de la que se encarga el castrismo ortodoxo y el exilio de Miami, algo que ya no nos hace falta para vivir bien. Hay clubes, centros culturales de recreo, galerías de arte y galpones y almacenes en desuso reconvertidos en sedes de cocteles o exposiciones de distinta índole.
La publicidad de estos negocios vende un estado de cosas deseadas sin pasar por el hueso del sistema ni de sus relaciones sociales. La lujuria tiene un punto clandestino, y en estas fiestas de La Habana hay algo intrínsecamente ilegal, o quizá habría que decir inmoral, si es que podemos hablar de la fiesta en tales términos. Esa inmoralidad o ilegalidad se explica porque son celebraciones envasadas al vacío, como un injerto cuyo relato desfigura el rostro de la realidad. No es que lo maquille, que es lo que suelen hacer las fiestas, sino que lo borra directamente.
Antes me sucedía de otro modo. La fiesta terminaba casi siempre en contra de nuestras voluntades. Todavía puedo ver –como si de otro se tratara, y, en efecto, se trataba de otro– al tropo de mi cuerpo forcejeando contra la nada que empezaba a envolverlo. Se acababa la bebida, o cortaban la electricidad, o cerraban los lugares, o no aparecía, las más de las veces, el escaso dinero, y la ciudad poco a poco empezaba a empujarte, a sacarte de adentro para afuera, un tanto como si te escupiera y te obligara a quemar los últimos despojos de tu alegría patética y mal alcoholizada ya en la zona de extramuros, en el Malecón. Ese era el recorrido. A medida que la noche avanzaba, uno comenzaba a buscar la salida, del interior al exterior, de la ciudad al mar.
Ahora, cuando regrese en breve, pienso de nuevo caminar, como al principio. Nadie me dijo jamás, porque nadie sabía, que eso era lo que había que hacer. Caminar. Con hambre y cansados, pero caminar. Solía pasar mucho tiempo en paradas de buses, esperando que algo me salvara. Permitíamos que el sopor nos masticara bajo una caseta de cemento de una esquina cualquiera de la ciudad, ya fuere en el Cerro o en Marianao, y rumiábamos nuestra frustración sin hacer nada, dejando que la piel se nos agriara y se nos amargara la pulpa, el corazón de carne de la inocencia.
Queríamos que alguien nos adelantara a alguna parte y creíamos ir de un lado a otro, pero en realidad, después de tanta espera, solo podíamos llegar a un sitio del que ya veníamos. La casa, la escuela y el trabajo eran la misma cosa. Hay un momento en Cuba en que todos los lugares se vuelven el mismo lugar, y en el que uno ni avanza ni retrocede, sino que se mueve en la fijeza. Sin embargo, si caminas, te demoras más, pero envejeces menos.
"Entre nosotros, en secreto honorable, ¿La Habana es alegre de verdad?", dudó hace ya muchos años el cronista Eladio Secades. Siempre me fascinó el sentido confesional de esa pregunta, que ya contiene su respuesta, desde luego. Fiel a la simulación, y también cómplice, he intentado en estas fiestas de nuevo tipo dejar tirada la tristeza en cualquier esquina, como quien se deshace irresponsablemente de una mascota para que otro la recoja. La Habana es un poco eso, para quien la conoce. Una ciudad de muchas tristezas sueltas, donde la gente que celebra sus 500 años vive así, siempre arrojados, como quien a cada segundo acaba de salir de una fiesta abruptamente suspendida.
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