La derecha rehén
El cordón sanitario en torno al neofascismo está saltando poco a poco en Europa
El cordón sanitario en torno al neofascismo está saltando poco a poco en Europa. En Francia, la tradición republicana de rechazo de pactos entre partidos de derechas y extrema derecha había sido ya vulnerada por el presidente conservador Nicolas Sarkozy (2007-2012). En 2017, para ganar, Emmanuel Macron utilizó el lema Ni derecha ni izquierda, que es el mejor argumento para favorecer el populismo. Ahora, la derecha conservadora francesa integra insidiosamente la visión de la extrema derecha, incluso su antieuropeísmo. Quiere a toda costa arrebatarle el terreno a Marine Le Pen. En Austria, la coalición con la extrema derecha, después de dos años de gobierno, no ha estallado por causa del racismo del Partido de la Libertad Ni, sino por desacuerdos de política económica. En Italia, el Movimiento 5 Estrellas pasó de la izquierda al populismo para acabar gobernando con la extrema derecha, hasta que esa alianza se descarriló. No por el racismo furioso de Matteo Salvini, sino por discrepancias de orientación social. En España, la misma evolución ya está diseñada en las comunidades donde, merced (desgraciadamente) a la derechización surrealista de Ciudadanos, derechas y extrema derecha gobiernan juntas, siendo Andalucía el laboratorio de experimentación. Solo en Dinamarca y Suecia, el centro y una parte de la derecha se niegan todavía a caer en la cesta ideológica del neofascismo triunfante.
Es decir, que los partidos políticos conservadores o bien se unen en coaliciones de gobierno con la derecha extrema, o adoptan un perfil bajo, sin luchar contra el uso de mentiras políticas, calumnias misóginas y odio xenófobo. Y menos aún, en período electoral. Dicho de otro modo, el pensamiento conservador está perdiendo progresivamente sus propias señas de identidad democrática.
Es una tremenda regresión, que se basa en la idea de que el discurso de odio, en especial el dirigido contra el igualitarismo feminista, los extranjeros e inmigrantes, tiene un cierto impacto en una parte significativa de la opinión pública, y que es muy difícil afrontarlo sin perder influencia y votos. Se prefiere callar ante los prejuicios y abandonar a las víctimas a su suerte. Es la peor de las estrategias. Porque toda la historia del siglo XX demuestra que cuando se polariza el campo político, cuando la derecha se somete al dictado del extremismo, se desemboca inevitablemente en la destrucción del sistema político democrático en beneficio del partido más extremo. Se cava su propia tumba.
Este desenlace parece hoy improbable, pues se piensa que el sistema democrático está profundamente arraigado y que, en el peor de los casos, la extrema derecha puede llegar al umbral del poder, pero nunca conseguirlo enteramente. Quizás. Pero, ¿quién hubiera podido prever a Donald Trump en EE UU, Jair Bolsonaro en Brasil, Salvini en Italia o que Marine Le Pen siga desplegando sus nefastas alas hacia la presidencia de Francia? ¿O será que en el campo de los valores está desapareciendo la diferencia identitaria entre la derecha tradicional y la extrema?
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