Auge, caída y renacimiento del diseñador que quiso convertir a las mujeres en “sujetos sexuales”
Thierry Mugler, el más extremo de los creadores de moda de los años ochenta y noventa, reaparece en Róterdam con motivo de la primera retrospectiva europea dedicada a su obra
Hubo un tiempo en que los desfiles de moda de Thierry Mugler (Estrasburgo, 1948) eran espectáculos de hora y media. Aún puede comprobarlo quien se aproxime a ellos a través de las grabaciones disponibles en Internet de estas funciones con planteamiento, nudo y desenlace, efectos especiales, modelos famosas e inquietantes giros de guion. Lo hizo, por ejemplo, en el estadio Zénith de París en 1984; de los 6.000 asistentes, 4.000 habían pagado la entrada de su bolsillo. “Mi única vocación auténtica es el escenario”, afirmó en aquel entonces el modisto francés en una declaración que ahora recupera Thierry Mugler: Couturissime, la exposición que acaba de inaugurarse en el museo Kunsthal de Róterdam y que puede visitarse hasta el 8 de marzo de 2020.
El pasado 11 de octubre, la estrella en este museo holandés era el propio Mugler, convertido en una criatura casi mitológica tanto por su aspecto hercúleo y alterado por la cirugía y el fitness como por su legendaria alergia a la exposición pública desde que se retiró de la primera línea de la moda en 2002. En aquella época, como si quisiera borrar el rastro de su trayectoria anterior o forzar un cambio de identidad, transformó su nombre en Manfred Thierry Mugler, que es el que sigue manteniendo en la actualidad para diferenciarse de la firma de moda que fundó en 1973, cuyo accionista mayoritario desde 1997 es el grupo Clarins y con la que Mugler siguió colaborando durante años.
Mugler, esquivo y elusivo con los medios de comunicación en la última década, salía al escenario de la rueda de prensa para conversar amistosamente con Thierry-Maxime Loriot, el comisario de esta muestra que acaba de llegar a Europa tras atraer a 290.000 visitantes en el museo MMFA de Montreal. Ante un público hipnotizado por la dimensión del mito, Mugler sacó a relucir su legendaria simpatía y habló elogiosamente de Róterdam, de su arquitectura moderna y del entusiasmo que le ha llevado a reconciliarse, al menos de manera pública, con su legado como diseñador en su faceta más fantasiosa y experimental. “No suelo recrearme en el pasado, pero cuando me propusieron escenificar mis creaciones para imaginar una visión libre, global y reinventada. ¿Cómo podía decir que no?”, ha declarado con motivo de la inauguración.
Lo que el espectador del Kunsthal descubre al entrar en la exposición es un recorrido por distintas obsesiones temáticas de Mugler, desde el vestuario, renacentista y distópico, que diseñó para el montaje de Macbeth que estrenó la Comédie Française en el festival de Aviñón de 1985, hasta los trajes robóticos con que dio la bienvenida a los noventa. Así lo reafirma Nathalie Bondil, directora del MMFA, cuando explica que las “metamorfosis, superheroínas y cíborgs demuestran que Mugler percibió desde muy pronto las revoluciones transhumanas”.
La fantasía visual de Mugler se despliega en la exposición a través de 150 piezas que abarcan un arco cronológico desde 1977 hasta 2014 y también mediante accesorios, vestuario escénico, vídeos, bocetos y fotografías de Helmut Newton, Guy Bourdin, Herb Ritts, Jean-Paul Goude y otros toros sagrados de la fotografía de moda de los años setenta, ochenta y noventa. En sus imágenes, concebidas a menudo como fotogramas o suntuosas puestas en escena cinematográficas, destacan las prendas más reconocibles del francés.
Sus chaquetas entalladas con cuellos mao. O sus prendas de vinilo y látex que acentúan la silueta y dan contundencia artesanal a estos materiales procedentes de la parafernalia sexual de los años setenta. En un tiempo en que la industria incorpora el feminismo a sus discursos, conviene recordar que toda una autoridad en el pensamiento feminista como la historiadora del arte Linda Nochlin escribió en 1994 que la apuesta de Mugler era tan extrema que sus mujeres no eran objetos sexuales, “sino sujetos sexuales”. Igual que las de sus coetáneos Jean-Paul Gaultier, Azzedïne Alaia o Claude Montana, las féminas que imagina Mugler son suntuosas amazonas galácticas que él mismo definió como "Glamazon", un término reivindicado posteriormente por la estrella del movimiento drag RuPaul.
Hablar del creador y sus musas es un tópico, pero al mismo tiempo uno muy apropiado para hablar de Mugler y su relación con algunas de las mujeres con más carisma de la industria. Su fascinación hacia la modelo Jerry Hall, estrella de muchos de sus desfiles, está en el origen de su ideal estético, que plasmó en proyectos como el videoclip de Too funky (1992) para George Michael, por el que desfilaron colaboradoras habituales como Linda Evangelista, Nadja Auermann, Tyra Banks, Eva Herzigová, Estelle Hallyday, Rossy de Palma o Julie Newmar. No fue su única incursión en el mundo de la música: David Bowie, James Brown, Céline Dion o Madonna llevaron sus diseños antes de que Beyoncé los requiriera para su gira de 2008. Posteriormente Lady Gaga recuperó algunos de sus diseños más emblemáticos de los noventa en 2010, época en que su estilista habitual, Nicola Formichetti, era también director creativo de Mugler.
Ahora que la moda parece haberse instalado definitivamente en lo deportivo y lo pragmático, el espectador de la exposición puede reencontrarse con diseños que convierten a la mujer en insectos, alienígenas o fabulosos androides. Es decir, en personajes que plantean, por emplear una expresión del comisario Loriot, una “alta costura narrativa”. Desde ese punto de vista, resulta comprensible que, en un momento dado, Mugler decidiera volcarse en el vestuario escénico, que es lo que le ha tenido ocupado desde que abandonó la dirección creativa de su firma homónima.
Sus espectáculos para el Cirque du Soleil o el Folies Bergère, su vestuario para Beyonce (eso sí, convenientemente alterado por la madre de la cantante) o las fantasías futuristas que siguen articulando su célebre línea de perfumería materializan sus obsesiones estéticas sin el yugo de la moda ni la tiranía de lo comercial, a la que Mugler no se acostumbró ni siquiera en la época en que mujeres de todo el mundo se enfundaban en sus hipnóticos, precisos y afiladísimos trajes de chaqueta.
De hecho, tal vez no sea casualidad que su alejamiento de la moda se produjera en un momento en que algunos de los creadores que más intensamente habían protagonizado la moda de los noventa comenzaban a mostrar síntomas de agotamiento: con trágicas excepciones como la de Alexander McQueen (fallecido en 2010), los dosmiles marcaron un cambio de ciclo para los visionarios de la década anterior. Claude Montana, el maestro de las hombreras, se declaró en quiebra en 1997 y vendió su marca y sus licencias en 2000.
John Galliano se precipitó por los senderos de autodestrucción que condujeron a su abrupta salida de Dior en 2011. Christian Lacroix echó el cierre en 2009, el mismo año en que abandonaba su firma Martin Margiela, un diseñador que, aunque desde coordenadas opuestas (y desde un hermetismo casi absoluto), también había abanderado la teatralidad en sus desfiles. La era de los diseñadores artistas, geniales, algo desquiciados y excesivos que ha narrado Dana Thomas en Dioses y reyes (recientemente traducido al español en la editorial Superflua) acababa en el momento exacto en que Manfred Mugler revelaba su transformación física en 2007. El objetivo, aseguró a The New York Times en 2010, era que nadie lo reconociese. "No quiero que nadie me recuerde lo que hice", comentó a propósito de su trabajo.
Desde entonces, el francés solo ha vuelto a coquetear con la moda en una ocasión: este mismo año, para crear el vestido con el que Kim Kardashian acudió a la gala del Met. Sus perfumes, producidos y desarrollados por Clarins, mantienen la pujanza de siempre, con hitos absolutos como Angel, una de las fragancias más revolucionarias de la década de los noventa. Pero, de momento, Manfred Thierry Mugler sigue sin querer regresar a la primera fila de la moda. Incluso aunque esta exposición le haya reconciliado con una época hiperbólica de desfiles infinitos y fantasías visuales sin límite de presupuesto.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.