Las conversiones de Errejón
Sería una hermosa ironía que el régimen del 78 hubiera convertido al leninista en un burgués y al populista en un socialdemócrata
Una de las ventajas que tiene Íñigo Errejón es que todo el mundo piensa que es brillante. No importa lo que diga o haga: pensamos que es una observación o decisión inteligente. Es en buena medida un invento de la prensa. Ayudaba a debilitar a Iglesias. Y los periodistas somos sensibles a la adulación: tomamos un café con un político y salimos pensando que él es De Gaulle y nosotros Raymond Aron.
Ofrece una imagen de pureza y moderación. Ambas cualidades son discutibles. Se le considera responsable de los éxitos de Podemos, pero no de sus fracasos o defectos, y no le ha manchado su deslealtad. Lleva años en primera línea, pero se vende como un personaje fresco en nuestra sitcom electoral.
Que parezca dialogante y pragmático —una forma de votar al PSOE sin votarlo— no significa que sea moderado: se finge moderado porque es populista. Su tradición busca capturar las instituciones para desarrollar un proyecto antipluralista, que combina el unanimismo político y cultural con el dirigismo económico. Lo que criticamos como excesos de otros partidos es en su caso un rasgo programático. Que no pueda lograr sus objetivos no debería cegarnos ante sus intenciones.
Es un peronista, capaz de adaptarse a cualquier ideología: lo inmutable es el ansia de poder y la demagogia. Escrachador en la universidad y admirador de los “procesos del cambio” latinoamericanos, descubrió la necesidad del pluralismo en la treintena, pero solo porque había perdido. Hace unos meses elogiaba el régimen de Chávez y Maduro: “Una transformación en sentido socialista, inequívocamente democrática”, que permite que los venezolanos “coman tres veces al día”. En las elecciones autonómicas lanzó un discurso de orden, seguridad y pertenencia. A veces, la mayor diferencia de sus proclamas y las del populismo europeo es que él usa más subordinadas. Propone un nacionalismo de todas las naciones, una mezcla de lo peor de ambos mundos: un nacionalismo español de inspiración peronista, camuflado en metáforas y eufemismos, y los nacionalismos periféricos. Su perfil ecologista es un giro paradójico para un vendedor de humo.
Sería una hermosa ironía que el régimen de 1978 hubiera convertido al leninista en un burgués y al populista en un socialdemócrata. Podemos creerlo e ignorar el pasado, pero solo porque, como la carta robada de Poe, está demasiado a la vista.
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