Votar o no
Aun comprendiendo el malestar creado por el escenario al que nos ha conducido la torpeza de nuestros dirigentes, me resultan extrañas las connotaciones teológicas que observo en el desengaño colectivo


La política tiene efectos tan devastadores sobre las amistades, la familia y los grupos sociales porque suele vivirse como una religión, más que como un conjunto de fórmulas para organizar la convivencia. Se puede estar de acuerdo con Íñigo Errejón sin necesidad de elevarlo a los altares, o en desacuerdo con él sin desearle una muerte lenta y dolorosa. Quien dice Errejón dice Joan Baldoví, Iglesias, Sánchez, etcétera. Aun comprendiendo el malestar creado por el escenario al que nos ha conducido la torpeza de nuestros dirigentes, me resultan extrañas las connotaciones teológicas que observo en el desengaño colectivo. Hay quien asegura que se abstendrá con el desagarro con que otros se enfadan con Dios frente a una desdicha personal. Para enfadarse con Dios es preciso creer en él, claro.
Se puede no votar, desde luego. Constituye de hecho una de las opciones que ofrece el sistema, pero nunca porque tu líder o tu partido carezcan de la omnipotencia que les atribuías. Hablamos de gente normal y de organizaciones normales, afectadas de las mismas carencias y contradicciones que observamos a nuestro alrededor y en nosotros mismos. No lo pueden todo, pobres. Son con frecuencia un desastre absoluto, sobre todo en la época en la que nos ha tocado vivir, donde la inteligencia política, por la razón que sea, es el producto menos abundante de la naturaleza. Pero qué le vamos a hacer. Tenemos que bregar con lo que hay. Yo, de momento, pienso acercarme al colegio electoral el día de autos. Lo haré sin ningún entusiasmo religioso, pero aplicando el máximo de racionalidad civil del que dispongo. De aquí a entonces, no romperé ningún lazo familiar ni ninguna amistad por una discrepancia de carácter partidista. No me busquéis ahí.
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