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Tribuna
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Un dirigente al que solo le importa ganar

El duelo dialéctico entre Boris Johnson y la historiadora Mary Beard en 2015 arroja luz sobre el primer ministro británico. La fidelidad a la verdad no se cuenta entre sus aspiraciones

Carolin Emcke
Nicolas Aznarez

La cólera. Menin aeide, thea, Peleiadeo Achileos, “Canta la cólera, oh diosa, de Aquiles Pelida”. Esta es la primera palabra de la primera frase de la primera escena de la Ilíada, el poema épico de Homero: menin. Es la cólera con la que Boris Johnson intenta explicarlo todo: el significado de Homero, el de la Grecia clásica y el de la democracia que nos ha legado esta herencia.

Boris Johnson está en el escenario del Salón Central de Westminster. A su espalda, el imponente órgano; frente a él, la sala repleta. Sostiene en la mano el manuscrito con su intervención haciéndolo revolotear, pero el comienzo de la Ilíada lo cita de memoria. Deambula, se interrumpe, hace pausas esperando a que los asistentes más cultos completen con complicidad sus citas y referencias. Cuando una voz se alza rauda entre el público, Johnson niega con un gesto, señala al conocedor de Homero sentado en la primera fila, y dice: “Es mi padre...”.

Era el 19 de noviembre de 2015, siete meses antes del referéndum sobre la salida del Reino Unido de la Unión Europea que se celebraría en junio de 2016. Boris Johnson todavía era alcalde de Londres y participaba en una discusión pública en forma de debate-concurso cuyo tema era Grecia o Roma (para ser exactos, la Grecia clásica o la antigua Roma). Johnson, exalumno de Oxford, hacía propaganda de Grecia; su contrincante, la legendaria historiadora de la antigüedad Mary Beard, de la Universidad de Cambridge, argumentaba a favor de Roma.

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A quien en estos días se pregunte en Bruselas, Belfast, Madrid o Berlín qué se propone Boris Johnson, qué motivos lo han llevado a suspender el Parlamento, le recomiendo la grabación de hora y media de Grecia versus Roma. Nada explica el fenómeno Johnson mejor que esa noche. Moderaba el encuentro el periodista de la BBC Andrew Marr, que empezó alabando a Mary Beard por su “valor”. Un instante curioso, porque uno se imaginaba de inmediato lo que algo así significaría en Alemania. Si el alcalde de Berlín se enfrentase a la historiadora Barbara Stollberg-Rilinger en un ruedo retórico, ni que decir tiene que a nadie se le ocurriría temer por la académica. Como tampoco nadie se preocuparía lo más mínimo si el alcalde de Madrid entrara en una pugna dialéctica con, por ejemplo, la historiadora Isabel Burdiel.

El ideal de la democracia, el derecho al voto, solo le interesan como fichas de un argumento

Entonces Johnson arrancó, y lo hizo con la cólera que se cita al comienzo del “más grande poema épico jamás escrito”; con la indignación que, según el orador, compartiría cualquiera “a quien no le guste que le den órdenes”. A la Grecia de Johnson las generaciones posteriores le debemos no solo la filosofía y la poesía más originales, la historia como disciplina y los juegos olímpicos —“que luego los romanos abolieron”—, sino también —y este es su argumento central: la cólera lleva consigo el “espíritu de rebeldía”— que el pueblo llano, las personas individualmente, pasasen a desempeñar un papel central en los acontecimientos. Johnson habló con entrega y pasión absolutas, pero luego llegó Mary Beard.

La manera en que sus palabras en defensa de los ideales de la democracia enardecen su furia resulta irresistible. Johnson es encantador, gracioso y carismático; se entusiasma con Tucídides y Aristófanes igual que otros con el equipo del fútbol del Liverpool o el Manchester City; describe los relieves del Partenón expuestos en el Museo Británico y la disposición al mismo nivel de las esculturas de los dioses y los hombres —ni rastro de duda, aunque fuese fingida, de que el sitio de los objetos expoliados sea el citado museo—, y alaba la sátira griega.

Habla con la pasión de un intelectual. De repente, la anécdota según la cual el pequeño Johnson, superdotado y empollón, invitaba a los demás niños “a jugar a los libros” se vuelve verosímil.

A Mary Beard no le hacen falta ni siquiera 30 minutos para hacer pedazos el alegato del primer ministro

Pasada la mitad del tiempo fijado para su intervención, el entonces alcalde se dedica a hablar con desprecio militante de la antigua Roma —“Roma fue una creación de Grecia... exactamente igual que Estados Unidos es una creación de los británicos”; esto último le hace reír hasta a él—, y lo echa todo por tierra, desde la literatura hasta la gastronomía (!). Pero, por encima de todo, para él Roma es el símbolo de lo tiránico —Johnson no omite ningún detalle del tormento, por cruel que sea—, y acaba afirmando que los ideales de los griegos se parecían a los nuestros. Al fin y al cabo, ellos “dieron el voto a la humanidad”. La sala estalla en aplausos.

Luego le toca a Mary Beard. No le hacen falta ni siquiera sus 30 minutos correspondientes para hacer pedazos meticulosamente el alegato de Johnson y clasificar los fragmentos en mentiras, ensueños y distorsiones. ¿Cuándo estuvo por última vez en el Museo Británico?, le pregunta. ¿Qué es eso de la igualdad entre dioses y los hombres? Sí, pero solo porque los gigantescos dioses se representaron sentados. ¿Fue la Ilíada la mayor obra jamás escrita? Beard cita a un político británico que reservó ese honor para la Eneida de Virgilio, mira risueña al público y a Johnson alternativamente, y pregunta: “¿Y de quién es esta cita?”, a lo que Johnson, cogido en falta, susurra: “Podría haber sido yo”. En cuanto a la tan democrática Grecia de su predecesor en la tribuna, no era Grecia, sino, si acaso, Atenas. Toda la marcialidad y la brutalidad que Johnson acababa de atribuir exclusivamente a Roma, la sitúa ella en Esparta. La historiadora desmenuza una a una las afirmaciones de Johnson, dejándolas como inexactas o falsas, sin idealizar a Roma. Es demasiado profesional para hacerlo. No quiere negar la violencia ni la exclusión de las mujeres; tampoco afirmar que había democracia donde no la hubo. Roma no es ningún ejemplo. Roma es real, cruda, directa, abierta. “Roma nos enfrenta a la pregunta de quiénes somos”.

Antes de que Mary Beard reciba una estruendosa ovación, Johnson ya sabe que Roma va a ganar. E incluso antes de que el moderador anuncie a la sala el resultado de la votación —al final gana la Roma de Mary Beard a la Grecia de Boris Johnson por 56% a 44%—, Johnson cambia de bando. Por supuesto, afirma al cabo de una hora, aunque no lo diga está de acuerdo con muchos de los argumentos de su rival. Salta a la vista que le es absolutamente indiferente pronunciarse a favor de Grecia o de Roma —igual que le da lo mismo si el Reino Unido se queda o no en la Unión Europea—.

El ideal de la democracia, el derecho al voto, solo le interesan como fichas de un argumento que se desarrolla sin ninguna pretensión de rectitud y sin fidelidad a la verdad. Le importan tan poco como el Parlamento democráticamente elegido o los medios necesarios para lograr su docilidad. Lo único que cuenta es ganar y, si eso no puede ser, hay que decir por lo menos que los argumentos ganadores que condujeron a su derrota en el fondo eran los suyos.

Carolin Emcke es periodista, escritora y filósofa, autora de Contra el odio (Taurus).

Versión para EL PAÍS de un artículo publicado en Süddeutche Zeitung.

Traducción de News Clips.

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