Portarse bien
Espero que periodistas y medios en mi país nos portemos muy mal: que la crítica y el descontento con el estado de las cosas se mantengan
Al presidente de mi país no le gustan ciertos medios de comunicación, ciertos periodistas, ciertos habitantes de las redes sociales.
Y está en todo su derecho, faltaba más.
Imaginen qué triste paisaje nacional nos ofrecerían la unanimidad como contenedor social, el consenso como premisa vital y el aplauso prolongado como banda sonora de lo cotidiano. Nada de eso, que el ruido despierta y la orografía accidentada dimensiona. Por eso, así como a ciertos medios de comunicación, a ciertos periodistas y a ciertos habitantes de las redes sociales no les gusta el presidente de mi país, a él le molestan los que le molestan. Y ya. No tendría que ser siquiera tema, ¿no? Parecería algo lógico en el juego democrático de una nación que se precie de serlo (o de buscar serlo).
El presidente de mi país considera que los periodistas deberían no solo informar lo que sucede o criticar cómo sucede, sino también contribuir a la transformación de la realidad.
Y tiene razón, faltaba más.
Nadie se dedica en serio al periodismo para glorificar la inmovilidad del entorno, sería casi una contradicción en términos. Como ha dicho en estos días el periodista Diego Petersen, “hacemos lo que hacemos, bien, mal o regular, para que las cosas cambien, para que el mundo sea un poquito menos peor, un poco menos corrupto, un poco más humano.” Porque aún los nostálgicos de otras épocas que les favorecieron, pretenderán siempre con sus plumas o su voz regresar a donde estaban o reencauzar cualquier cambio a su favor. Así que no miente el presidente de mi país cuando dice que los buenos periodistas se suman a la transformación, aunque lo correcto sería el énfasis en transformaciones, así, en plural. Porque donde patina la afirmación es en creer y exigir que los buenos periodistas son los que se suman a LA transformación válida: la buena, la legítima, esa que pretende el presidente de mi país. Hasta donde yo me quedé, en una sociedad plural y democrática existirán siempre diferentes horizontes de transformación: nada más peligroso que la historia única. Cierto, el presidente de cualquier país, incluido el mío, querrá siempre que triunfe su narrativa. Solo que triunfar no equivale a correr en solitario: no hay democracia que perviva en el soliloquio.
El presidente de mi país conmina a periodistas y a medios a portarse bien, y reclama sentidamente a quienes no lo hacen por conservadores, neoliberales, corruptos o fifís.
Y ahí sí, ni cómo conceder.
Ni siquiera en la premisa.
Porque la sola expresión “portarse bien” tiene un tufillo paternalista, un aura condescendiente y muestra en la sombra la silueta de una chancla castigadora. Si no se portan bien, ¿qué pasa? ¿Deberán disculparse públicamente medios o periodistas como les ha exigido a algunos de los señalados? ¿Les serán limitados recursos o información o algo? ¿Serán condenados al ostracismo o expulsados de la historia única y correcta? La última vez que mi papá me dijo que me portara bien, armamos mis amigos y yo una fiesta descomunal. Claro, éramos adolescentes. ¿Será que el presidente de mi país considera que languidecemos en estado inmaduro y requerimos de su reiterada admonición?
La relación entre medios de comunicación y poder no es fácil en ningún lugar del mundo. Y en mi país ha sido, además, perversa. Sobre todo en las décadas más recientes. No reconocer las complicidades históricas de unos y otros sería vil. Por eso no tengo ningún problema con que el presidente de mi país discuta abiertamente con los medios, critique el trabajo periodístico y pretenda sumar narrativas a su favor. De este lado de la pluma por supuesto que no somos intocables y prefiero que la confrontación sea en abierto a las negociaciones en lo oscurito a que se había acostumbrado, paradójicamente, nuestra vida pública. Pero justo por eso espero que periodistas y medios en mi país se porten, nos portemos muy mal, muy muy mal: que la crítica y el descontento con el estado de las cosas se mantengan, sean vívidas e incisivas. Y, en tal caso, que el ciudadano juzgue calidad y pertinencia.
No que el presidente regañe.
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