Nostalgia del guiñol
No es fácil cifrar el momento exacto en el que nos convertimos en este país políticamente aspérrimo
Cifrar el momento exacto en que se jodió la concordia entre españoles y nos convertimos en este país políticamente aspérrimo que somos hoy no es fácil al margen de banderías. Unos dirán que la hostilidad la trajo uno; otros, que el otro. Pero haríamos mal en pensar que la política española siempre nos puso a todos de tan mala uva. En días no lejanos fuimos capaces de tomárnosla con humor. Lo digo porque, últimamente, no sé qué brisa estival me ha traído a la memoria la existencia de un programa televisivo que cabe echar de menos. Se trata de Las noticias del guiñol.
Quizá los millenials no lo recuerden. Eran sketches satíricos protagonizados por títeres que caricaturizaban a políticos y otros personajes de actualidad. En mi casa intentábamos terminar de cenar a tiempo de concedernos esos quince minutos de hilaridad. Sucede que ese tipo de humor que durante años hizo ludibrio de nuestros representantes, de una manera bastante ecuménica, inteligente, y no por afectuosa menos incisiva, no ha tenido heredero entre nosotros. Las ocasionales imitaciones y gags en galas de nochevieja no compensan esa pomada diaria que nos aplicábamos a la hinchazón del día. (Sé que algún lector catalán pensará que en Cataluña Polonia cumple esa función, aunque no hace falta ver mucho el programa de TV3 para saber qué función cumple realmente).
Cabe preguntarse si un programa como Los Guiñoles podría triunfar en la España de hoy. ¿Encontraríamos a un periodista como Hilario Pino, el parodiado presentador, aceptado por todos, del que nadie se preguntaba si era de izquierdas o de derechas? ¿Aceptaríamos de grado mofas y befas sobre nuestras causas y militancias más sagradas? Hablo de la unidad de España, pero también del feminismo; de la lucha por cortar el paso a la “ultraderecha” que amenaza derechos y también del no menos porfiado combate contra la “dictadura progre” que coarta la libertad. No, no creo que el momento se preste. Quizá los guiñoles fueran, al fin y al cabo, un producto más de los alegres y despreocupados años noventa; quizá hicieron mutis por el foro cuando notaron que a todos se nos empezaba a engolar la voz; quizá vieron que los políticos les habían robado el papel de histriones.
El filósofo esloveno Zizek suele contar que una de las señales de que las cosas iban mal en la antigua Yugoslavia fue la desaparición de los chistes sobre nacionalidades. Tiene sentido. La parodia, si es pública y transversal, tiene un efecto de hermanamiento. Cuando desaparece, el humor reprimido degenera en el sarcasmo privado, ese que hoy menudea en redes sociales y grupos de whatsapp, mucho más corrosivo de la convivencia. Quizá esa es una buena respuesta, no la única, a la pregunta inicial que me hacía: todo se jodió cuando dejamos de reírnos de todos, entre todos. Buen agosto tenga usted, estimado lector.
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