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EL PAÍS que hacemos
Por Equipo de Comunicación

Una semana en el frente de guerra libio

El fotoperiodista Carlos Rosillo relata su primera experiencia cubriendo un conflicto armado

El fotógrafo de EL PAÍS Carlos Rosillo.

“No soy un fotógrafo de guerra”, comienza aclarando Carlos Rosillo. El cámara de EL PAÍS ha pasado una semana en Trípoli junto al redactor Francisco Perejil. La ciudad libia sufre un repunte de violencia debido al enfrentamiento entre milicias y los periodistas han acudido para contar desde el terreno cómo viven los habitantes, sitiados entre el mar y una guerra.

La visita a Libia ha sido la primera experiencia en un frente de guerra para Rosillo. Los nervios antes de su partida se materializaban en una obsesión: contar con los visados y la protección adecuada, incluidos cascos y chalecos salvavidas.La burocracia ralentiza todos estos trámites, pues para informar desde un país en guerra el Gobierno u otra entidad con autoridad en la región debe aprobar no solo la entrada de los periodistas, sino sus movimientos, en qué zonas pueden estar y por qué corredores se desplazan.  

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Todo el papeleo (literalmente ya que son precisas cartas que hay que entregar a los mandos de cada área) suele gestionarlo un fixer, una persona nativa o que al menos conozca en profundidad el lugar además del idioma. Este ayudante acompaña a los periodistas durante todo el viaje. En esta ocasión, Rosillo y Perejil también estuvieron escoltados por un representante designado por el Gobierno libio. “Controlan todo lo que se produce informativamente”, explica el fotógrafo.

Los periodistas visitaron el frente de guerra, pero sobre todo el corazón de la ciudad. “Nos interesaba ir a Libia para contar las diferentes aristas que tiene el conflicto y que normalmente no ves ni en las agencias ni en los datos que te puedan dar las organizaciones que operan en la zona”, explica el fotógrafo. El objetivo era relatar la vida en medio de los bombardeos y el sonido de las balas.

En la zona de guerra Rosillo se encontró “lo esperado”, sin embargo, lo que le sorprendió fue la “falsa sensación de seguridad” que se palpa en el corazón de la capital, donde los ciudadanos continúan con su trabajo y su ocio mientras las camionetas pasan con hombres armados que van al frente. “La gente no le presta atención porque están acostumbrados; al principio tú estás sospechando todo el tiempo por dónde va a venir el peligro, pero después te adaptas como ellos”, relata.

Los hinchables para niños en el parque, los puestos de algodón de azúcar, las playas repletas de gente con alquiler de motos acuáticas incluido… esa aparente normalidad choca con la realidad del Centro de detención de inmigrantes en Tayura, a 15 kilómetros al este de Trípoli. La tercera cara de la guerra que han retratado los periodistas de EL PAÍS ha sido la más impactante para Rosillo. Acceder al centro fue una tarea compleja. “Llegas allí y te encuentras a 620 personas encerradas en una nave desde hace años, que se te acercan y te piden ayuda, te dicen que tienen hijos, que no han matado a nadie, que solo han salido de su país, la mayoría de clase media… te quedas impresionado, parece que puedes hacer algo, pero qué coño vas a poder hacer”, suelta conmovido por el recuerdo. Pocos días después de su visita, el centro fue bombardeada. “Te quedas pensado en aquellas personas, sin saber si con quien has hablado sigue vivo”.

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