El Orgullo y la política
La efectividad del orgullo LGTBI+ radica en su capacidad para asimilar tensiones y seguir su misión de politizar la visibilidad
La reciente y sorprendente polémica en torno al carácter político del Orgullo (antes gay, ahora LGTBI+), sugiere la necesidad de volver a reflexionar sobre dos cuestiones aparentemente diferentes, pero en el fondo muy relacionadas. La primera es más general, y tiene que ver con que es un evento político y, en particular, sobre si la protesta política es incompatible con lo lúdico. La segunda apunta al significado de la palabra “orgullo” en el marco de una lucha ciudadana por la igualdad efectiva de las minorías sexuales.
Vamos por partes. La afirmación de que el Orgullo LGTBI+ no es un acto político descansa, además de en una acusada falta de conocimiento histórico, en una incorrecta comprensión de qué significa protestar políticamente. Todas las formas de activismo que entienden la movilización como un vehículo para la transformación de su entorno institucional, cultural o económico son formas de activismo políticas. Lo son porque aspiran al cambio. A veces más rápido, a veces menos; a veces, de manera violenta, la mayoría de las veces de forma pacífica. Pero cambio, a fin de cuentas. La naturaleza política de un evento de protesta, así, viene conferida por la dirección de la mirada de la acción colectiva: mientras la mirada no sea exclusivamente introspectiva, el acto será político. Encadenarse a un árbol para evitar su tala es político. Pero también lo es, ya lo aprendimos de las feministas radicales de los años sesenta y setenta, que te juntes con tus compañeras de promoción para quemar tu título universitario frente a la sede del rectorado.
Las tensiones son el reflejo de la variedad de posturas en una comunidad grande en tamaño, y, principalmente, diversa
Me gustaría insistir en que nadie dudó de la naturaleza política de las acciones organizadas por aquellas feministas norteamericanas, ni cuando se desprendían de títulos académicos que les había costado tanto conseguir, ni cuando lucían su ropa interior en público (para quemarla, también), o ni cuando, armadas con escobas y capirotes, lanzaban fulminantes hechizos contra el patriarcado en el propio corazón de Wall Street. Tampoco se dudaría de la politización de aquellos activistas que, en la gran puesta de largo del movimiento por la justicia global en 1999, tomaron la sabia decisión de marchar disfrazados de tortugas por las calles de Seattle. Quienes cuestionan la naturaleza política del Orgullo por haberse convertido, al parecer, nada más que en una fiesta, deberían recordar que las expresiones culturales o recreativas, la teatralización o la búsqueda de alianzas con actores no reivindicativos (la policía, una compañía de telefonía) son estrategias empleadas prácticamente por cualquier forma de activismo. Y lo hacen por razones que son fáciles de comprender. Por un lado, porque lo lúdico contribuye a generar una respuesta más amable por parte de los medios de comunicación; también, porque la incorporación de elementos festivos atenúa los costes asociados a la decisión de participar en eventos de protesta, y, finalmente, porque la visibilización de las identidades personales ha adquirido entidad como un fin en sí mismo, en un contexto social y cultural de marcada fragmentación de los referentes culturales.
En este punto podemos abordar ya la segunda de nuestras preguntas. Como proponen Abby Peterson y sus colaboradores en un importante libro sobre las marchas del Orgullo LGTBI+ en el mundo (Pride Parades and LGBT Movements, de acceso libre), la mejor manera de entender el Orgullo es como un gran evento de protesta con fines comunicativos: desde su nacimiento, allá por 1970, las marchas del Orgullo han servido para elaborar y proyectar un relato de defensa de la igualdad plena, basado en un ejercicio colectivo de salida del armario con elementos de transformación cultural y política. Usando una expresión popular en la literatura sociológica, se toma la calle porque se prefigura un mundo mejor. El Orgullo funciona, así, como una estrategia modular que permite insertar diferentes expresiones performativas, diferentes mensajes y, naturalmente, diferentes peticiones legales y de cambio institucional, más o menos específicas, más o menos modestas según el momento y el lugar; porque el Orgullo toma formas muy diferentes en Madrid y Salamanca, São Paulo o Moscú.
El Orgullo nunca estará exento de tensiones y contradicciones. Ocurre lo mismo con cualquier esfuerzo movilizador realizado por cualquier movimiento social. Lo comercial frente a lo reivindicativo, el radicalismo frente a la moderación, las alianzas expresas con el poder político frente a la búsqueda de independencia. Estas tensiones, sin embargo, no son sino el reflejo de la variedad de posturas en una comunidad grande en tamaño, y, principalmente, diversa en orientación sexual e identidad de género, ideología, religiosidad, estatus social o sentimiento nacional. La efectividad del Orgullo LGTBI+ como marco movilizador radica precisamente en su capacidad para asimilar estas tensiones, crecer a partir de ellas, y continuar en su misión de politizar la visibilidad como requisito fundamental para la batalla por la igualdad real y el respeto de la diversidad.
Kerman Calvo es profesor de Sociología en la Universidad de Salamanca.
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