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Columna
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Pequeñas dosis letales de venganza

Las democracias corren peligro cuando se impone la queja

José Andrés Rojo
Pedro Sánchez durante la reunión con el líder de Ciudadanos, Albert Rivera.
Pedro Sánchez durante la reunión con el líder de Ciudadanos, Albert Rivera.Uly Martín

Una de las consideraciones más frecuentes que se hacen estos días viene a decir que si el Parlamento ha resultado tan fragmentado después de las elecciones del 26 de mayo es porque el mensaje de los ciudadanos ha sido inequívoco: pacten, se supone que les han dicho a los políticos, busquen acuerdos, establezcan prioridades, gobiernen con altura de miras. Cada formación tendrá que negociar desde sus posiciones, pero no tendrá más remedio que reducir sus aspiraciones, hacer concesiones, tragar con algunas exigencias de los otros, tomarse como un triunfo que las propuestas propias no queden desdibujadas. Y luego explicar cómo fue la cosa.

El problema es que igual las cosas no son exactamente así. Basta asomarse a las redes sociales para observar que ahí las exigencias de los ciudadanos van por otro lado. En lo que insisten, más bien, es en que no lo hagan de ninguna manera, que ni se les ocurra tratar con estos y, menos, con aquellos. Hay mucho ruido y furia en estos sitios (y también gente ingeniosa que le saca punta a los desbarajustes o que procura poner un poco de sentido común), y el aire que se respira se parece poco a una saludable invitación al diálogo y al acuerdo y sí, y mucho, a un escrupuloso control que se ha puesto en marcha para que ninguno vaya a pasarse un pelo. No queremos traidores, de eso va el mensaje que se les hace llegar de forma fulminante: atiendan a nuestras quejas, cumplan lo prometido. Y si las cosas son así, ¿por qué se repite entonces tanto que el mandato que han dado las urnas a los políticos es el de buscar acuerdos? Algo chirría en esa hipótesis. Lo que parece imponerse, más bien, es justamente lo contrario: que ganen los míos, los otros son la peste. Hay algunas que consideran que cuanto mayor sea su firmeza, mejor futuro tendrán.

“Ya la queja, el quejarse, puede otorgar un encanto a la vida, por razón del cual se la soporta: en toda queja hay una dosis sutil de venganza, a los que son de otro modo se les reprocha, como una injusticia, como un privilegio ilícito, el malestar, incluso la mala condición (Schlechtigkeit) de uno mismo”. La frase está en Crepúsculo de los ídolos, uno de los libros que Friedrich Nietzsche publicó durante su último año de vida lúcida. Le preocupaba entender qué estaba pasando con ese inmenso caudal de personas que se incorporaba a la vida pública.

Nietzsche tiene un estilo provocador, no siempre es fácil entender lo que quiere decir porque se lo lee con demasiados prejuicios. Pero igual habría que escucharlo cuando se refiere a la queja como “una dosis sutil de venganza”. En estas sociedades cada vez más desiguales, y donde la “mala condición” de la mayoría es cada vez más la norma, y menos la excepción, empieza a ser cada vez más habitual utilizar la queja como argumento, como justificación, como programa. El otro es siempre el culpable de nuestro malestar.

Cuando se habla de crisis de la democracia de lo que se habla es de esto. Si la queja se convierte en el motor del mundo, y todos somos antes víctimas que ciudadanos, ya no hay mucho margen para el diálogo: no pedimos un buen Gobierno, exigimos una reparación. Si es verdad que los resultados de las últimas elecciones obligan a los políticos a negociar, que se pongan de una vez las pilas. Hasta ahora han seguido un guión inquietante. Negarse en redondo o hacer “como si”. Por ahí no se va a ninguna parte.

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Sobre la firma

José Andrés Rojo
Redactor jefe de Opinión. En 1992 empezó en Babelia, estuvo después al frente de Libros, luego pasó a Cultura. Ha publicado ‘Hotel Madrid’ (FCE, 1988), ‘Vicente Rojo. Retrato de un general republicano’ (Tusquets, 2006; Premio Comillas) y la novela ‘Camino a Trinidad’ (Pre-Textos, 2017). Llevó el blog ‘El rincón del distraído’ entre 2007 y 2014.

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