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Tribuna
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Para un mapa sin territorio

No hay interlocutor político en Cataluña fiable y serio, y lo más importante: que sea representativo de la sociedad catalana en su conjunto. En la fórmula clásica del catalanismo, cultura y política eran inseparables

Jordi Ibáñez
RAQUEL MARÍN

Hay un dístico de Schiller que dice: “¿Alemania? ¿Dónde está ese país? No hay modo de encontrarlo. Donde empieza la Alemania de los sabios, acaba la de los políticos”. Pertenece a la colección de los Xenias, escritos indistintamente por Schiller y por Goethe. Da igual ahora la autoría. Tampoco importa mucho aquí el detalle de que en los últimos años del siglo XVIII se recurriese a la palabra gelehrt —que en propiedad significa sabio, o estudioso, o muy anacrónicamente “intelectual”—, y no a la que bien entrado el siglo XIX se impondrá en su lugar, a veces con estridencia patriotera: kultur. Sí que importa un poco más que la palabra xenia con que los dos gigantes del clasicismo alemán decidieron dar título a esa colección de dísticos aluda en griego antiguo, entre otras cosas, a los regalos que se intercambian los emisarios diplomáticos procedentes de otras ciudades. Que el poeta Marcial titulase con esa misma palabra el libro XIII de sus epigramas, los compuestos para acompañar los regalos que se intercambiaban en las fiestas saturnales, da la excusa filológica, porque los de Goethe y Schiller son a menudo regalos envenenados.

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El caso es que cada vez que he tropezado con este dístico en los últimos tiempos —y han sido unas cuantas, por razones que no vienen ahora a cuento—, además de la tajante separación entre cultura y política, me ha impresionado esta imagen del país inencontrable. La idea de un país incierto y dividido, o de dos realidades colindantes pero muy diferenciadas, me ha hecho volver una y otra vez a lo que ese viejo dístico alemán evoca. “¿Cataluña (o España)? ¿Y dónde está ese país? No sé encontrarlo. Donde acaba la ofensa de los unos, comienza la indignación de los otros”.

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De modo que, a la espera de la sentencia del Supremo, cualquier balance y análisis que se haga de estos años, cualquier proyección sobre el futuro —nuestro futuro como comunidad, como sociedad capaz de una convivencia civil decente y fiable—, tanto si se piensa históricamente como si se vive espasmódicamente al albur de las impresiones del día, tropieza con la lógica demoledora de ese viejo dístico: “Oiga, ¿pero de qué lugar hablamos? ¿De qué comunidad? ¿De qué deseos? ¿De qué mundos mentales?”.

Se acabó el catalanismo al convertirse en una antigualla, y se desbordó el nacionalismo al despeñarse por exageración

Ay, los deseos… Ay, los mundos mentales… Fue muy preciso aquel notario y político saguntino, independentista de primera hora, que habiendo jugado mal sus cartas, y retirándose ya del tapete en pleno procés, sentenció: “Bah. Lo desean, pero no lo quieren”. Aunque nos recuerde al zorro que declaraba verdes las uvas que no podía alcanzar, pocas frases definen mejor el desvarío y la infatuación que hemos padecido estos años. Y por eso mismo, porque en el fondo temían sus propios deseos y no se tomaban en serio ni a sí mismos, viven ahora con dolorida perplejidad la reacción del Estado. Querían poner en marcha estructuras de Estado, pero ignoraban qué cosa es un Estado. Su autofabricada e inquebrantable condición de víctimas, su idea tan parcial y partidista de la autoridad, los hizo sentirse legitimados a gastar un sentido de la lealtad tan singularmente líquido, o volátil, que no tardaron en traicionarse entre ellos. Y ahora, perplejos, asustados y resentidos, ya no son capaces ni de reconocer su propia letra en las libretas donde anotaron las etapas de su fantaseo, ni asumen nada más que la parte de juego, de farol y de provocación —un tanto pueril, visto lo visto— que los ha llevado a ese juicio.

Por eso no pueden no considerar su situación como un signo “escalofriante” (en catalán, la palabra obligada aquí es esgarrifós) de lo “temeroso” que un Estado (“rancio”, naturalmente, que no falte nunca ese adjetivo) puede llegar a sentirse ante la “frescura” democrática de una sociedad “libre”. Eso sí: no dudaron con el tuit de las 155 monedas de plata, ni a la hora de hostigar a su presidente cuando el hombre estuvo a punto de claudicar y convocar elecciones, como no han dudado ahora ante la posibilidad de utilizar una minoría para poner Barcelona al servicio de su propia representación mental de la realidad. “¿Barcelona? Oiga, ¿dónde está esa ciudad? No sé verla. Porque donde acaban mis votos empiezan los de los demás, que me importan un comino, dicho sea de paso”. El bochornoso esfuerzo de aquella portavoz de la Generalitat por autoconvencerse en público de que 15 concejales son más que 26, o la aritmética variable que confunde cínica e interesadamente a los partidarios de la independencia con los partidarios de una salida pactada y con consulta, es un signo de la idea de democracia que estas víctimas de la historia han producido para consumo propio.

Querían poner en marcha estructuras de Estado, pero ignoraban qué cosa es un Estado

Ahora sabemos —por si alguien lo dudaba— que el destino del nacionalismo era desembocar en el independentismo, a menos que el control hegemónico del poder le permitiese el lujo de vivir en una realidad paralela sin perder la cabeza. Y ahora también sabemos, aunque no siempre seamos capaces de decirlo, que es casi imposible de pensar en un catalanismo que no sea una forma poco o nada atenuada, o gentil, o ingenua, de nacionalismo. Visto con las ansias centrípetas del Estado, el tancredismo del presidente Rajoy ha tenido unas consecuencias históricas extraordinarias. Se acabó el catalanismo al convertirse en una antigualla, y se desbordó el nacionalismo cuando se despeñó por el abismo de su propia exageración. No hay interlocutor político en Cataluña fiable y serio, y lo más importante: que sea representativo de la sociedad catalana en su conjunto. Ni parece previsible que lo haya en algún tiempo. Pero no se olvide que en la fórmula clásica del catalanismo, cultura y política eran inseparables. “¿Cataluña? ¿Dónde está eso? Aquí, precisamente aquí: donde cultura y política se juntan”. La historia de esta unión no siempre le ha ido bien a la cultura, demasiado protegida y controlada por los intereses del poder, demasiado pendiente del clientelismo mediático e institucional.

Pero lo interesante del momento actual es que quizá por fin pueda decirse: “¿Cataluña? No veo bien este país del que me habla. Donde acaba la política, empieza la cultura”. Y aunque una cultura sin política puede degenerar en museización y folclorización —sobre todo en manos de una política inculta—, también es cierto que históricamente estamos ante la oportunidad de olvidarnos del juego lúgubre de la política local y de su pobre concepción del mundo. Por fin podrá repensarse la política desde la cultura, sí, con sus regalos envenenados y sus trabajos de amor no del todo perdidos, con su libertad insobornable, con su creatividad incompatible con la vida de partido.

Ya no se llamará catalanismo a lo que podría salir de este mundo liberado de sus viejos compromisos y fantasmas. Será simplemente política. Alta política capaz de leer la realidad más allá de la rutina de bloques, clavados en sus trincheras, atenazados por sus temores, sus resentimientos y sus cálculos. Una política que permita decir: “¿Ves este país? Inventémonos una nueva lealtad para poder seguir viviendo en él sin echarlo a perder por donde discurren las bajas pasiones. Que lo que empiece aquí, siga allí”. Tardaremos en verlo, es probable. Pero lo veremos, o acabaremos ciegos sin remedio.

Jordi Ibáñez Fanés es escritor y profesor del Departamento de Humanidades de la Universidad Pompeu Fabra.

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