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Columna
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Vieja

No queremos contemplar escenas como la que narro, pero no deberíamos apartar la mirada

Marta Sanz
Una persona mayor en una residencia de un pueblo de Madrid.
Una persona mayor en una residencia de un pueblo de Madrid.CARLOS ROSILLO

El huerto de la residencia donde está ingresada mi suegra está sembrado de espliego. El aire de la sierra resulta tonificante. Y, sin embargo, al entrar en él todo perturba: las cuidadoras reparten vasitos de zumo o cuencos de gelatina a un grupo de cuarenta ancianos y ancianas que, según su grado de autonomía, dormitan en sus sillas de ruedas o rellenan con ceras perfiles de búcaros y flores. A veces se les vuelan los papeles. No se prestan las ceras de una mesa a otra. No se hablan apenas. Han adoptado una actitud hostil que quizá sea un mecanismo de defensa para paliar la sensación de soledad entre desconocidos. Una viejecita, que solo viene por las mañanas al centro, me da dos besos: “Encantada de conocerla”. Mi suegra se aferra a un neceser donde cree que guarda su dinero: “¿Y por qué yo no oigo?, ¿qué me pasa?, ¿es que me voy a quedar así?”. A su lado, una anciana sonriente canta a voz en grito: “De pintar un ángel negrooooooooo…”. Cuando alcanza los agudos, rellena los pulmones y advierte: “Os vais a enterar”. Chilla como un cerdo herido, mientras que otra pintora la amenaza con darle una leche, y la mujer que me ha dado dos besos apacigua los ánimos: “¿Por qué no te duermes un poco?”. La cantante responde: “No tengo sueño”, pero inmediatamente apoya la frente sobre la mesa y se queda traspuesta. En la playa de la localidad en la que veraneo con mis padres, otra anciana cantarina, debajo de la sombrilla, come bocadillos y después entona coplas con una voz estentórea, pero afinada. Al despedirnos de mi suegra, me dice: “Solete”. La sacamos del jardín de los lotófagos. En la sala, viejos y viejas cabecean delante del televisor, y oigo a una mujer que habla muy bajito: “Que alguien me ayude, que alguien me ayude…”. No sé si es una cantinela o he de llamar al personal sanitario.

La residencia donde está ingresada mi suegra no es un lugar especialmente sórdido. Aquí no pegan a nadie. Hay sesiones de gimnasia y pequeñas clases y juegos: “¡A ver!, ¡localidades de la Comunidad de Madrid que empiezan por la letra a!”. Algete, Alcorcón, Ajalvir, Alcalá, Aranjuez… A mí no se me ocurren muchas más. A mi suegra le lavan la cabeza y le cardan el pelo todos los viernes. Ella le da propina a la peluquera: “Súbemelo más, más, que soy bajita”. Los pasillos rara vez huelen a pis. Y, sin embargo, cuando vamos a verla, las ideas se me hacen un grumo o una bola que no puedo tragar. Viejos abandonados en gasolineras, ancianas emparedadas en sus casas para prolongar el cobro de la pensión —España renegra, tiznada—, nonagenarias maltratadas, desprestigio de auxiliares y profesionales del gremio, y, a la inversa, abuelas que vuelven locas a las hijas que las amparan en su casa, tiranías, el reverso oscuro de los cuidados, el chantaje afectivo, personas muy mayores que cuidan de personas ancianas, depresiones, la incapacidad política para arreglar esta situación en una sociedad cada vez más envejecida y más hipócrita —confesionalmente hipócrita— en los asuntos que conciernen a la muerte. En el horizonte, la posibilidad de la muerte digna y la eutanasia, frente a la amenaza quizá no tan peliculera del soylent green. No queremos contemplar escenas como la que acabo de narrar, pero no deberíamos apartar la mirada. Con todo mi egoísmo y toda mi humanidad, pienso qué será de nosotros, qué será de mí.

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Sobre la firma

Marta Sanz
Es escritora. Desde 1995, fecha de publicación de 'El frío', ha escrito narrativa, poesía y ensayo, y obtenido numerosos premios. Actualmente publica con la editorial Anagrama. Sus dos últimos títulos son 'pequeñas mujeres rojas' y 'Parte de mí'. Colabora con EL PAÍS, Hoy por hoy y da clase en la Escuela de escritores de Madrid.

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