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Columna
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Atreverse

Algo falla en nuestra cultura política cuando la independencia se convierte en algo excepcional

Máriam Martínez-Bascuñán
Quintatinta

Fue Unamuno quien nos advirtió contra el dogmatismo como uno de los males de la humanidad: “Quien nunca ha hecho de su fuero interno campo de pelea será un fanático intolerante siempre”. Enunciaba así la inevitable conexión entre una característica personal y los rasgos sociales, pues sabía que la duda individual es el requisito previo para abrir espacios a nuevos dilemas políticos, para la independencia de juicio, para la ciudadanía activa y, finalmente, para la calidad democrática. Por eso decía Isaiah Berlin que si no hubiera disidentes tendríamos que inventar argumentos contra nosotros mismos, como una forma de asegurar que ejercitamos de veras nuestras cualidades intelectuales.

Pero hay siempre un paso previo a la disidencia propiamente dicha, incluso la que ejercemos frente a nuestro mismo reflejo: perder el miedo a sentirnos solos. Para autoafirmarnos, para atrevernos a alzar la voz, para exponer argumentos genuinos ante fuerzas más poderosas que nuestras palabras, primero hemos tenido que interiorizar la posibilidad de quedarnos solos, tal vez porque, al cabo, buscamos el refuerzo del grupo para no experimentar ese asilamiento. Estamos tan acostumbrados a perseguir la aceptación de “los nuestros” que es noticia que alguien decida salirse del redil. Y algo falla en nuestra cultura política cuando la independencia, que no es más que la predisposición a asumir riesgos en aras de lo que defendemos como verdadero, se convierte en algo excepcional. Pero así es, y lo cierto es que tiene un efecto democrático: cuando hay un desacuerdo público se produce un efecto en cascada que hace que otros pierdan el miedo a dar su opinión. Al primer disidente le sucederán otros, quizás porque comprueban que no están tan solos.

Probablemente estén pensando en el gesto de Toni Roldán: “Me voy para seguir reconociéndome en mis convicciones” fue, en esencia, lo que vino a afirmar. Pero fueron aún más llamativas las palabras de su mentor Garicano: “Me quedo para seguir defendiéndolas”. Ambas posiciones son legítimas, y las dos muestran abiertamente su discrepancia. La primera nos habla de por qué es necesario cultivar el espíritu de disconformidad en una democracia: la disidencia nos libera del miedo. Pero la segunda muestra un ángulo interesante desde el punto de vista del sistema. ¿Se puede mantener una relación de combate dialéctico con un proyecto político y sentir a la vez que formas parte del mismo? Nos convendría darle una vuelta a esto porque quizás ahí esté la clave para entender muchas cosas de nuestra historia reciente, como, por ejemplo, por qué diablos, para vergüenza nuestra, no tenemos aún un acuerdo de gobierno.

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