La ‘dura realidad’ de los centros de menores en Holanda
La Comisión que investiga la violencia en el cuidado de niños y niñas registrada en el país europeo desde 1945 hasta hoy descubre que uno de cada diez acogidos sufrió daños físicos y psicológicos en un servicio que, en teoría, debía garantízar su protección
“En los años cincuenta y sesenta, si un niño no controlaba la orina y mojaba la cama, se creía que lo hacía adrede y merecía un castigo. Les obligaban a desnudarse, metían un calzoncillo húmedo en su boca y le humillaban delante de los demás. Es una de las historias que hemos oído, de un centro religioso”, aseguraba la pasada semana el pedagogo holandés Micha de Winter, presidente de la Comisión de Investigación sobre la Violencia en el Cuidado de los Menores registrada en el país desde 1945 hasta hoy. Según el informe presentado a los ministerios de Justicia y Sanidad, uno de cada diez niños, de los cerca de 200.000 que pasaron por instancias dependientes del Estado, o que debieron ser inspeccionadas, fue víctima de violencia física o psicológica frecuente o muy frecuente. El daño psíquico es ahora menos habitual. El otro no tanto, pero ambos repercuten en las vidas de los que ya son adultos.
“Es una dura realidad que forma parte de nuestra historia”, aseguró De Winter, al mando de la comisión. En marcha desde 2016, el Gobierno hizo el encargo cuando se convenció de que valía la pena comprobar si la investigación que destapó en 2011 los abusos sexuales perpetrados contra unos 20.000 menores en el seno de la Iglesia Católica nacional (desde 1945), acertó al señalar que en Protección del Menor había habido también violencia de todo tipo. El equipo de Micha De Winter ha repasado lo ocurrido en internados, familias de acogida, establecimientos para menores con ligeras discapacidades intelectuales, sordomudos o ciegos, y otros organismos para adolescentes con problemas psiquiátricos, o lo más reciente, menores solicitantes de asilo. También se ha puesto en contacto con cerca de un millar de personas que sufrieron maltrato, y el resultado son 5.000 páginas que concluyen lo siguiente: “Entre 1945 y 1970, los afectados señalan a los monitores de los centros y a padres de acogida como los mayores causantes de la violencia física y mental”. “A partir de los años setenta la tendencia cambia, y los principales protagonistas del daño físico son los menores entre ellos, aunque la parte psicológica sigue presente. Un cuarta parte de los encuestados escapó a las agresiones. Algunos relataron buenas experiencias”.
"¿Cómo pudo suceder?", se preguntan los investigadores, que incluyen ejemplos de “patadas, golpes, humillaciones, niños atados y tratados como si fueran basura, alimentados a la fuerza, obligados a ingerir su propio vómito o encerrados en lugares oscuros durante horas, en todo el arco de protección de menores”. Entre los casos reseñados figura el de una mujer apartada de su familia a los cuatro años que no paraba de llorar. “Entonces me pegaron para que entendiera que allí, en ese centro, no se reía ni lloraba. Me pegaron tanto que no hablé durante cinco años. Era una forma de resistencia”. Otro relato es de un varón, al que las monjas ataban a la mesa a los siete años para forzar luego la comida en su boca. “Un día no me podía levantar y me puse amarillo. El médico dijo que tenía un problema de hígado y una infección pulmonar. No sé lo que me daban de comer porque no hacía más que vomitar, y me metían en una palangana con agua helada”. Una adolescente que escribió en su diario lo mal que se sentía por verse fea “fue obligada por el monitor a leer en voz alta dicho pasaje. Luego le puso delante un espejo para que viera ´lo fea que eres´, y no nos dejó decirle nada. Cuando le quitaron el espejo era como si la hubieran vaciado por dentro”.
En la presentación, De Winter señaló que “el Estado saca a los menores de sus casas porque considera que allí no están seguros, y la violencia padecida luego fue mucho peor”. En su equipo había expertos de siete universidades holandesas, y el informe sitúa los abusos en un contexto histórico. A partir de 1945, “los niños, en especial si venían de entornos con problemas graves, eran vistos como criminales en potencia que debían ser enderezados con mano dura”. Sin embargo, luego “permanecían en sitios sin personal cualificado, y un golpe estaba mejor visto que ahora para tratarles”, señala el texto.
Sin condonar lo ocurrido, el trabajo subraya a su vez “la falta de supervisión por parte de inspectores independientes, y eso, unido a que muchas veces no se creía la versión del menor —algo que puede pasar también ahora— ha perpetuado la situación”. También se denuncia “la escasez de medios y personal cualificado, junto con la tendencia a poner juntos a demasiados niños vulnerables, lo cual favorece la posibilidad de actos violentos”. Todo ello demuestra, según los autores, “que hacia los años sesenta empieza a pensarse más en el menor; en los setenta el servicio se profesionaliza y pierden peso las instancias privadas sin apenas supervisión oficial; en los ochenta se puede denunciar, aunque sin mucho éxito”. “Las leyes de protección de la infancia arrancaron hacia los años noventa, y hasta entonces la respuesta gubernamental fue tibia y distante. El Estado y los centros deben admitir que fallaron”.
Dado que las secuelas padecidas por las víctimas hoy adultas pueden complicar su vida personal y relaciones familiares, la comisión aconseja reconocer su sufrimiento y mejorar el servicio de inspección. “Los niños deben tener voz y el Defensor del Menor juega aquí un papel”, dice. En una carta remitida al Congreso, los ministerios de Justicia y Sanidad han pedido disculpas “por algo que nunca debió ocurrir: lo que procede es reconocimiento, ayuda y apoyo para las víctimas”, escriben sus responsables. El Servicio de Protección del Menor también se ha disculpado, y ha admitido “lo poco que se ha hecho para prevenir esta violencia; tenemos que escuchar y aprender”, asegura.
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