Encajes, puñetas, gorgueras y calzas: los doce hombres más elegantes del Museo del Prado
El atuendo de un monarca, el hábito de un monje, el aderezo extravagante de un cortesano o el traje impoluto de un caballero decimonónico dicen mucho de su época, pero también de la nuestra
El Museo del Prado, que celebra su segundo centenario, se puede visitar de muchas maneras y desde muchas perspectivas. Una de ellas es la que permite recorrer la evolución del estilo masculino de manera paralela a la de la pintura. El atuendo de un monarca, el hábito de un monje, el aderezo extravagante de un cortesano o el traje impoluto de un caballero decimonónico dicen de sus respectivas épocas tanto como la gama cromática, el realismo de las pinceladas o los símbolos que los rodean.
Por eso hemos querido hacer un recorrido por 12 hombres elegantes a lo largo de cuatro siglos, los que separan el autorretrato de Alberto Durero (1498) y el retrato de Ramón de Errazu firmado por Raimundo de Madrazo (1879), analizando su indumentaria, el significado de sus joyas, el sentido histórico de su barba y la simbología de sus joyas.
Más allá de todo ello, hemos querido ir un paso más lejos: averiguando qué podemos aprender nosotros de estos ilustres retratados que forman parte de la colección de este museo único en el mundo. De ese modo surgen asociaciones inesperadas: Palomo Spain y los príncipes del siglo XVIII, Madrazo y el chaqué de Beckham en la boda del príncipe Harry, Thierry Mugler y el pintura cortesana del Renacimiento o Balenciaga y Zurbarán.
- 'Pedro María Rossi, conde de San Segundo' (1535-1538), de Parmigianino
Esta pintura no es solo uno de los retratos cortesanos más deslumbrantes que custodia el Museo del Prado, sino también un ejemplo muy ilustrativo de esplendor indumentario. El conde de San Segundo, un aristócrata educado en Francia e Italia, presume de estatus con el atributo guerrero habitual –la espada–, pero también de hombre culto y cosmopolita, que lee libros y se viste de civil. Y el atuendo elegido es puro poderío textil. El volumen exagerado de las prendas en torno a los hombros y brazos pretende subrayar la riqueza: en el siglo XVI los tejidos de lujo eran bienes extremadamente costosos, y poder llevar tantos metros de seda y pieles a la vez era indicio de una fortuna tan abultada como las mangas abullonadas de la capa. De hecho, esa ostentación explica también las cuchilladas de las calzas: este modo de acuchillar las prendas puede parecer hoy un precedente del punk, pero en el Renacimiento servía para que el tejido interior, también costoso y rico, saliera al exterior. En cierto modo, Pedro María Rossi luce aquí un precedente de la indumentaria de los ejecutivos de los ochenta (hola, Thierry Mugler) que llenó de hombreras la moda de los años ochenta: si quieres aparentar poder y fuerza, duplica el ancho de tus hombros.
- 'Autorretrato' (1498), de Alberto Durero
A los 26 años, Durero ya era un figurín. En este autorretrato decidió mostrarse con sus mejores galas y, de paso, demostrar que era un hombre viajado: sus prendas revelan la moda italiana de finales del siglo XVI, y abundan en detalles lujosos, como la cenefa dorada que ribetea su camisa de lino blanco, la capa colgada de manera cuidadosamente descuidada en el hombro, el cordón trenzado que la sujeta y el gorro con borlas. En una época en que la riqueza de la ropa se medía a través del número de capas (cuantas más, mejor), Durero decide mostrar varias de un vistazo. En el comentario que acompaña a la pintura en la guía oficial del Prado, se llama la atención sobre sus guantes grises de cabritilla, “propios de un alto estatus social, con la intención de elevarse de artesano a artista y situar la pintura entre las artes liberales, como en Italia". Como curiosidad, se puede mencionar que ese tipo de guantes siguieron siendo durante siglos un signo de distinción: a finales del siglo XIX, el extravagante dandi parisino Robert de Montesquiou (inspiración para personajes literarios como el Charlus de Proust) se dejó retratar por Giovanni Boldini con unos guantes del mismo material, muy similares a estos. La moda está en los detalles.
- 'Juan Francisco de Pimentel, conde de Benavente' (1648), de Diego de Velázquez
A diferencia de la inmensa mayoría de las imágenes de esta selección, en esta sí sabemos exactamente lo que luce el conde de Benavente: una armadura de Felipe II fabricada en el taller de Desiderius Helmschmid, en Augsburgo, y que actualmente custodia la Real Armería. Juan Francisco de Pimentel no solo quiso presumir en este retrato velazqueño de su cercanía a Felipe IV, sino también de una cierta audacia estilística. La barba cuidada y larga, el bigote con las puntas rizadas y el pequeño tupé que corona su cabeza, si se nos permite el anacronismo, son puro virtuosismo hipster. Con lo que no contaba Pimentel era con que Velázquez, insobornable retratista psicológico, inmortalizaría un gesto bobalicón y fanfarrón a partes iguales.
- 'El caballero de la mano en el pecho' (h. 1580), de El Greco
No sabemos quién es el caballero toledano que El Greco retrató en esta pequeña pintura, pero sí que, para varias generaciones, este hombre circunspecto, serio y un poquito ojeroso representa el ideal del castellano austero, melancólico y misteriosamente místico. También su ropa habla de la España del siglo XVI, cuando el color negro, impulsado por Felipe II como uniforme indumentario, se convirtió en algo tan español como la vihuela o la arquitectura mozárabe. El “negro español”, aunque pareciera muy sobrio, era en realidad algo muy caro, un tinte obtenido a partir del palo de Campeche, un árbol originario de América y con el que la corona española comerciaba en toda Europa. Aplicado sobre el tejido, generaba una tonalidad intensa y profunda, con reflejos azulados, imposible de obtener con ningún otro tinte. La función de la gorguera blanca y de las puñetas (que no es un insulto, sino el adorno de encaje situado en los puños, muy complicado de hacer, de ahí el dicho "vete a hacer puñetas") era precisamente compensar esa oscuridad con un toque de luz en torno al rostro y en las manos, y con una dosis de lujo: aunque todos los caballeros vistieran de negro, se distinguían gracias a la riqueza o extravagancia del cuello blanco, lleno de encajes y adornos.
- 'Aparición de San Pedro a San Pedro Nolasco' (1629), de Francisco de Zurbarán
¿Aceptamos pulpo como animal de compañía? Si quien lo defiende es el mismísimo Cristóbal Balenciaga, lo aceptamos de pleno derecho: aunque hablar de moda y de hábitos eclesiásticos puede parecer una hipérbole algo perversa, lo cierto es que el modista español más famoso de todos los tiempos era un entusiasta confeso de la pintura de Zurbarán. A Balenciaga le interesaban especialmente las túnicas, hábitos, casullas y otras prendas litúrgicas que, bajo el pincel del artista extremeño, se transformaban en creaciones plásticas de altos vuelos, volúmenes escandalosos y sombras casi místicas. Hay algo muy español, y casi abstracto, en la severidad de los tejidos de lana que retrata Zurbarán. En este caso, su recreación de un episodio de la vida de San Pedro Nolasco (el fundador de la orden de los mercedarios) es un pretexto para imaginar un hábito rico en pliegues y en texturas, cuyo tamaño desmesurado realza la delicadeza del santo, absorto en la contemplación de la aparición de San Pedro. Alta costura.
- 'Federico Gonzaga, I duque de Mantua' (1529), de Tiziano
Federico Gonzaga debió de ser un poquito crápula: al menos así lo aseguran los comisarios de El retrato del Renacimiento, una exposición celebrada en el Prado en 2008, y en la que esta pintura, perteneciente a los fondos del museo, gozó de una posición privilegiada. El motivo de su sospecha no es otro que el perro que reposa a su lado, símbolo de fidelidad que, según los autores del catálogo, “se ha relacionado con los proyectos matrimoniales de Federico en 1529 y la necesidad de maquillar su pasado disoluto”. En cualquier caso, está claro que, al menos estilísticamente, Federico era un partidazo. Tiziano, como buen pintor veneciano, sentía debilidad por los tejidos lujosos, los colores raros y las texturas suntuosas. Basta con prestar atención a su jubón de terciopelo azul, un color extremadamente caro y raro, con bordados dorados y joyas multicolores. O a sus calzas rojas con bragueta, que no es la abertura utilitaria que tienen nuestros pantalones actuales, sino una prenda destinada a proteger los genitales del hombre y, desde nuestra perspectiva, también a exagerarlos un poquito.
- 'Micer Marsilio Cassotti y su esposa Faustina' (1523), de Lorenzo Lotto
La idea de tirar la casa por la ventana (indumentariamente hablando) con motivo del casamiento ya estaba muy extendida en el Renacimiento, y prueba de ello da Micer Marsilio Cassotti, que en este espléndido retrato de Lorenzo Lotto queda inmortalizado junto a su esposa, rodeado de símbolos de buen augurio. Los Cassotti eran comerciantes de tejidos, y aquí no escatimaron en ellos. El jubón voluminoso y lujoso que luce él es todo un alarde en una época en que, como comentábamos a propósito del caballero de El Greco, el color negro era un privilegio. Punto extra para los bordados plateados del cuello y los puños, y para la gorra con brocados en oro.
- 'Retrato de caballero' (1550–1555), de Daniele da Volterra
Ignoramos la identidad de este misterioso aristócrata que el igualmente misterioso Daniele Da Volterra pintó probablemente en Roma. Retratado sobre una tabla de pizarra (de ahí la intensidad del fondo negro), llama la atención por su aspecto melancólico y su aire decadente, pero también por su atuendo, una casaca con cortes verticales a modo de sutiles cuchilladas que permiten apreciar el tejido anaranjado del interior. Cabe otra opción: que esta prenda sea de cuero y los filos coloridos sean el reverso pardo de la piel. Nunca lo sabremos, pero sí queda patente que este caballero, aunque adinerado, tenía un sentido del lujo bastante sobrio: no hay plisados extravagantes, encajes rizados ni joyas en el cuello y los puños, sino un bordado oscuro dispuesto en franjas longitudinales. Un elegante de la Roma del seicento.
- 'Luis de Francia, el Gran Delfín' (1700-1750), de autor anónimo, a partir de una obra de François Troy
Cuando Palomo Spain (la firma del joven diseñador cordobés Alejandro Gómez Palomo) reivindica en 2019 el derecho del hombre a recuperar el lujo, el ornamento y la lujuria textil, se refiere a imágenes como esta. Razón no le falta: hasta inicios del siglo XIX, cuando toda Europa se sometió a la “gran renuncia masculina” y los hombres empezaron a vestir con trajes oscuros, nadie veía contradicción alguna en ser un hombre muy viril e ir por la vida lleno de encajes, bordados, puntillas y pelucas. Aquí Luis de Francia lo deja patente con un pectoral de armadura sobre una casaca brocada en azul y oro, puños llenos de floridos encajes y un pañuelo igualmente de encaje al cuello. El desenfreno estético del Antiguo Régimen (se puede ver en películas como Las amistades peligrosas o Casanova) brilla en este retrato con derecho propio. No hay que olvidar que fue el padre de este muchado, Luis XIV, el monarca que propulsó la industria del lujo en Francia y la convirtió en cuestión de estado a través de su ministro Jean–Baptiste Colbert. Sin Luis XIV, el lujo francés hoy no sería el más importante del mundo.
- 'Cazador al lado de una fuente' (1786–1787), de Francisco de Goya
En medio de tanto nombre ilustre, no está mal recordar que la elegancia poco tiene que ver con títulos nobiliarios o reales. El caso de este cazador anónimo, retratado por Goya en una pintura destinada a servir como modelo para un tapiz, lo demuestra con un traje mostaza, chaleco rojo y camisa blanca. Los colores son brillantes, posiblemente debido a su destino final como tapices, pero también tienen un deje patriótico que posiblemente aludiera a su real propietario (el Rey). Lo interesante, en términos indumentarios, es que representa una versión esquemática y poco edulcorada del traje del siglo XVIII, en un entorno campestre y relajado. Es decir, que, en la época de Goya, este traje sport era lo más parecido a un chándal que podía vestir la aristocracia.
- 'Gonzalo de Vilches, I conde de Vilches' (1835 – 1840), atribuido a John Phillip
Este retrato forma parte de los fondos del museo, aunque hace años que no se expone. Y, sin embargo, es uno de los escasos ejemplos en la colección española de retrato masculino romántico al estilo inglés, con el cuello desbocado como Lord Byron y las patillas pobladas como un bandolero de Sierra Morena. No es extraño que haya tantos tópicos románticos en la pintura, porque su autor (supuesto) es John Phillip, un pintor entre cuyas especialidades estaba la de recrear escenas literarias de novelas históricas como las de Walter Scott. Aquí el conde de Vilches, un hábil diplomático y político de la época de Isabel II, posa con la seguridad de un héroe de novela con blusa blanca y capa oscura.
- 'Ramón de Errazu' (1879), de Raimundo de Madrazo
Errazu, amigo de Raimundo de Madrazo, quedó inmortalizado en este retrato que los expertos consideran como una de las obras maestras del pintor. Si hablamos de ropa, lo más interesante es comprobar lo poco que ha evolucionado la sastrería clásica masculina desde entonces: el traje, con larga chaqueta negra, pantalón claro a rayas y camisa blanca, es muy similar al chaqué que hoy se sigue utilizando en ciertas ocasiones (por ejemplo, en las bodas de día: ¿recuerdas a Beckham en la boda de Harry?), y la barba poblada no desentonaría en una cervecería artesanal de Williamsburg (o de Malasaña). Lo que sí ha cambiado es el corte de pelo; con unas entradas tan prominentes como las que aquí luce Errazu, hoy la mayoría de los hombres optarían por un rapado completo. En cualquier caso, este es uno de los pobladores más sofisticados, sin discusión alguna, del Museo del Prado. También uno de los que más se acercan al modo en que hoy entendemos la elegancia masculina. Muestra de ello es el grueso anillo de oro que sujeta la cravatte blanca, y sobre el que ya llamó la atención el conservador Javier Barón en su libro El siglo XIX en el Museo del Prado (2007).
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