¿Se puede ser un poco nudista?
A este redactor el nudismo no le gusta. Sin embargo, a este redactor le llevaron a una playa "un poco nudista". Esta es la historia
Hace unas semanas me llevaron a una playa nudista. Y el trayecto fue casi tan accidentado como gestionar el destino. Viajaba yo a las Rías Baixas a pasar la Semana Santa. “¿Coge el bañador”, me dijeron. “¿Tanto va a llover?”, pregunté. Me colgaron el teléfono. Total, que introduje en la maleta dos jerséis, tres camisas, dos pantalones largos, unas botas y la equipación de correr, la invernal.
Cuando lo tenía todo, incluso el cepillo de dientes, me quedé observando la maleta y dudando si en aquel pequeño espacio que se abría en uno de los costados debía introducir un bañador y unas chanclas u otro libro, no fuera que la torrencial lluvia Atlántica fuera a dejarme varado bajo techo durante toda mi estancia. Elegí bañador. No me pregunte por qué, porque no lo sé. Al bajarme del avión en Vigo empecé a notar cómo me resbalaba el sudor por la espalda. Mi primera reacción fue pensar que había hecho bien en llevar ropa de más. La segunda fue recordar que toda la ropa de más que llevaba era de otoño, tirando a invierno, de cuando los inviernos eran inviernos y los tomates sabían a tomate, digo.
Empezamos a debatir sobre por qué no me gusta el nudismo, mientras mi teléfono caía de la bolsa del chino y se rebozaba en la misma arena sobre la que alguien antes ya había rebozado sus genitales
El segundo día de mi estancia ya había consumido más de la mitad de mis prendas bajo un sol achicharrante. No se veía ni una maldita nube. Así, me propusieron ir a una playa. Acepté porque pensé que era lo correcto social y térmicamente. Pero, claro, salí vestido de señor que vive en un marzo eterno sosteniendo una bolsa del chino que contenía un bañador, un libro que ya había leído, unas chanclas y otra camisa de invierno, por las dudas.
En un bar-aparcamiento pedí las llaves del baño y me cambié. En el proceso me di dos cabezazos contra la pared y me torcí un tobillo. Entré un hombre y salí un juguete del destino. Ahora era un tipo con bañador, jersey y chanclas, sosteniendo una bolsa verde que contenía unos tejanos, dos camisas de manga larga, unas botas Dr. Martens y unos calcetines de lana. De esta guisa me invitaron a descender por una ladera que conducía a la playa prometida, una suerte de Narnia, en palabras de mi chica, que tiene esta cosa de que solo va a playas a las que se accede esperando que al llegar al final del trayecto se descubra una nueva civilización.
En Portugal fuimos a una en la que había que andar 25 minutos desde la carretera y que atravesaba lo que ella decía que era naturaleza. Mientras, yo y las 300 moscas que me perseguían como si fuera una suerte de Flautista de Hamelín o camión de la basura en Calcuta apostábamos por que eso era una forma no homologada de vertedero. No entiende que playa es lo que uno se encuentra después de cruzar una construcción rodeada de mesas, sillas y sombrillas con el logo de Estrella Damm.
Por fin se veía el mar. Debo admitir que el paraje era bonito. Nos acercamos a la arena. Justo fue aquel el momento elegido por ella para informarme de un detalle: “Es un poco nudista esta playa”. “¿Se puede ser un poco nudista?”, pregunté con la esperanza de estar siguiendo una broma. Entonces, levanté la mirada: la única tela que vi fue la de las sombrillas.
Enfurruñado me tiré sobre una especie de cortina estrecha que habíamos traído para que ejerciera de toalla. Empezamos a debatir sobre por qué no me gusta el nudismo, mientras mi teléfono caía de la bolsa del chino y se rebozaba en la misma arena sobre la que alguien antes ya había rebozado sus genitales. Mi argumento era, desde mi punto de vista, elaborado e imbatible: “No me gusta”. Harto de estar en un sitio que no me agradaba y encima tener que explicar por qué, me volví al bar-aparcamiento. Me acerqué a la barra y pedí una cerveza. “Solo tenemos de lata”, me dijo el tipo. Me enfurruñé. “¿Qué pasa? ¿No te gusta?”.
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