Es de noche, no sé morirme
La carta de un lector, Alejandro Sevillano, relata un drama conocido. Señales de que la sociedad, en su caso a través de una máquina, puede prescindir de ti
Hace unos meses recibí la carta de un lector que empezaba así: “Es de noche, no sé morirme y en el insomnio te has acercado a mí desde las charlas con Pepa Bueno en la cadena SER y siempre desde EL PAÍS (…) Y en la soledad aprovecho tu visita para contarte el fracaso que he tenido días atrás con una psicóloga cuando trataba de renovar el carné de conducir”. El hombre me enviaba copia de una carta que le había enviado al director general de Tráfico, Pere Navarro: “Es cierto que tengo 85 años, que soy un viejo. Como es cierto que llevo 60 años conduciendo y no he tenido un solo accidente. Lo puede usted comprobar en los archivos oficiales. Como es cierto que este año la compañía me ha renovado el seguro concediéndome además el título de buen conductor”. Todo bien, añadía, también las pruebas de salud, pero la máquina de la psicóloga a la que había ido dictaminó que tenía pocos reflejos.
Lo primero que me llamó la atención fue el “no sé morirme”. Porque morir, aunque uno se deje y lo pretenda, es un trabajo durísimo. Hablo de la muerte en los hospitales, de los pacientes que bajan los brazos: no basta. Requiere tanto esfuerzo que, al no tener uno fuerzas para vivir, tampoco las encuentra para morir. Y el cuerpo pelea por su cuenta, aplazándolo todo unos días más.
Por lo demás, la carta de mi lector relataba un drama conocido. Señales de que la sociedad, en su caso a través de una máquina, puede prescindir de ti. Primero no te quiere en el mercado laboral, ahora no te quiere subido a un coche. Siempre he pensado que hay pocos momentos más angustiosos y al mismo tiempo más bellos —lo veía en mi abuelo— que esos días de los ancianos en los que el cuerpo te dice que ya no puedes caminar sin bastón, o levantar la mesa que has levantado siempre, o escribir y leer, y haces como que no te enteras, tratando de engañarte a ti mismo, que es el eufemismo de engañar a la muerte y sus primeras y remotas señales.
La carta llegaba desde Valladolid y en el remite ponía: “Alejandro Sevillano Ojeda”. Adjuntaba un número de teléfono. Fui a verle. Primero porque a Valladolid hay que ir siempre, del mismo modo que, estés donde estés, siempre se sale (todos los años lo repito, pero es información de servicio público: una chica a la que no le apetecía salir un día entre semana lluvioso en Valladolid, bajó a tomar una copa con una amiga y acabó tirándose a Brad Pitt, que presentaba en la Seminci Thelma y Louise y había bajado, a su vez, a tomar algo; hay que salir, sí, lo que no va a hacer Brad Pitt es timbrarte en casa).
“No sé morirme”, me había escrito Alejandro. Ni ganas ni pinta. Y se entendía su frustración por no poder conducir: sus 85 años son un espectáculo de lucidez y humor. Nos fuimos a comer a La Parrilla de San Lorenzo. Me contó su vida, sus destinos profesionales. Me habló de las carreteras que conocía, de todos sus coches, de los secretos de las rotondas, de cómo había aprendido a conducir y de la última vez que, sin saberlo, había cogido el coche. Hablaba de un tiempo del que se le había retirado sin que él fallase en nada, que es la manera más cruel que tiene la vida de arrinconarte en el sofá en que lo conocí: invitándote a sentarte no porque tú falles en algo, sino por si lo haces, algo contra lo que es desalentador luchar.
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