Mi gata y las cinco formas de atacar una puerta prohibida
Los desesperados intentos de Mía para acceder a la cocina de la casa de su abuela
El asunto de los viajes con gato es muy interesante. Mía lleva ya casi tres años en casa, así que tenemos muy perfeccionada la logística de los desplazamientos que hacemos juntos (tres al año, para ir a Asturias en Navidad, Semana Santa y verano, que se escribe en minúscula pero no es menos importante). El único momento de tensión se produce cuando meto a Mía en el transportín. Ahora le ha dado por bufarme. Debe de pensar que va al veterinario…
Honestamente -al menos en mi caso- lo peor de desplazarse con un gato no es el viaje en sí, sino la llegada a destino: hay que cerciorarse de que el lugar donde nos vamos a quedar está preparado para un felino (ventanas abiertas, flores potencialmente peligrosas, personas que les caigan mal a los gatos…).
Mía se hizo las cuatro horas de viaje sin maullar. Cuando llegamos a Oviedo, mi madre nos esperaba en casa. A sus XX años (no me deja decir la edad aquí), le hace poca gracia que la gata condicione su vida durante tres semanas al año. Ya da por perdida la batalla de los pelos y los arañazos en el sofá (aunque esta vez puso una sábana sobre uno, por si acaso), pero hay una pequeña victoria que se apunta en cada visita: Mía no puede entrar a la cocina.
Ya saben que hay dos cosas que un gato no tolera: que se le diga que no y que se le cierre una puerta (hay un millón de cosas más que no toleran, pero no me interesan para este artículo). Lo tienen relativamente fácil ante un “no”: pasan de ti, y listo. Pero, ay amigos, una puerta cerrada es una puerta cerrada. Dice Stephanie Hochet que los gatos siempre creen estar en el lado equivocado de la puerta. Podríamos añadir que son la sublimación de eso que los modernos llaman FOMO -el miedo a estar perdiéndose algo- y que, en contra de lo que pensamos, nos tienen en gran estima a los humanos, ya que creen que lo que está pasando al otro lado es divertidísimo.
Al llegar, Mía se encontró la puerta de la cocina cerrada. Nada más salir del transportín, puso en marcha su estrategia: aparentemente ignoró el espacio vetado, haciendo como que no le importaba. Pero miraba con el rabillo del ojo y pensaba que era cuestión de tiempo que le surgiera una oportunidad. Comenzaba la semana de pasión de Mía, que utilizaría hasta cinco estrategias distintas para intentar acceder a la cocina:
1. La paciencia. Le duró día y medio, con lo que tampoco es que sea el santo Job, pero al menos lo intentó. Mía se quedaba pegada a la puerta de la cocina. Pero pegada literalmente. Al abrirla, te la encontrabas apoyada en sus piernas delanteras, mirando hacia abajo, intentando transmitir una sensación zen. Mentalmente me estaba diciendo: te prometo que no volveré a meter las zarpas en los canelones de la abuela.
2. El chantaje emocional. En esto es una experta. A partir del segundo día, cuando desayunamos, comíamos, merendábamos o cenábamos (les recuerdo que es Asturias, y que nos encanta sentarnos a la mesa). Mía empezaba a maullar con pena. Mi madre no la oía. Y aunque lo hubiera hecho, le hubiera dado igual. Yo sí. Y de vez en cuando me acercaba hasta la puerta, la veía a través del cristal y la muy cabrita me ponía la misma cara que el gato de Shrek cuando hacía que estaba triste.
3. La de “por si cuela”. Esta es mi favorita. Después de varios días sin lograrlo, decidió cambiar de estrategia. Iba yo de camino hacia la cocina y veo que se pone a mi lado y empieza a caminar con toda naturalidad, como si fuéramos charlando animadamente. Ella miraba hacia arriba y movía las patas al paso ligero. Al abrir la puerta, siguió avanzando. La cogí en brazos y la saqué de allí. Ella miraba al infinito como solo saben hacer los gatos cuando los coges para sacarlos de algún lado. “Si me hubiera puesto un sombrero de ala ancha y unas gafas con bigotes postizo, seguro que lo hubiera logrado…” debía de pensar.
4. La de estudiar las debilidades de tu adversario. La cosa empezaba a ponerse brava. A ver, es una gata buena, pero es una gata. Y una puerta cerrada es una puerta cerrada. De la espera pasiva, pasó a la acción. Y ahí se da cuenta uno de lo listos que son: comenzó a intentar entrar únicamente cuando la persona que salía llevaba algo en las manos, de forma que no podía utilizarlos para frenarla en su carrera. Así, logró pasar el quicio de la puerta en un par de ocasiones (nada grave, mamá), pero no fue más allá.
5. Por las bravas. Sucedió el último día. En un momento de la mañana, al abrir la puerta de la cocina, mi madre me advirtió: “¡Cuidado, que va!”. Fue un poco como en las películas, cuando todo sucede a cámara lenta. A excepción de la gata, que iba a cámara rápida. Mía estaba desatada. No iba a permitir que se pasaran las vacaciones sin haber entrado en la cocina. Se había memorizado el itinerario más corto hacia su ansiada estancia prohibida. En seis zancadas se puso delante de mí y, cuando me quise dar cuenta, ya estaba enfilando el tramo final. Lo había conseguido.
Cuando me acerqué a recogerla, se había metido debajo de la mesa de la cocina. Tenía cara de decepción. Aquello no era tan divertido como había imaginado. Tuve que simular que la reñía un poco, para que mi madre creyera que hago algún intento por educar a mi gata. Ella maulló, quejándose, como si me estuviera diciendo: “¿Y para esto me cerráis la puerta?".
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