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Columna
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La novela de los partidos

Durante las campañas, se excita el morbo por las alianzas, dando a entender que llegar a acuerdos con quien piensa distinto es malo

Juan Claudio de Ramón
El presidente del PP, Pablo Casado, durante un acto de campaña en Alicante.
El presidente del PP, Pablo Casado, durante un acto de campaña en Alicante.Manuel Lorenzo (EFE)

El periodismo político en España es un género que se escribe en estilo indirecto. Los partidos dicen, afirman, exigen, responden, buscan, pretenden. La secuencia se transmite con formulismos propios de la crónica deportiva. Así como el locutor que describe un partido de fútbol desde su cabina puede decir “Xavi busca un pase largo”, el periodista político escribe “Sánchez busca dividir el voto de la derecha”. Igual que el avezado cronista dice “Modric intenta zafarse de la presión”, el redactor de política titula “Rivera intenta recuperar la bandera del centro”. “Iglesias arremete contra la banca” suena un poco a “Ronaldo golpea con fuerza la pelota”, “Casado sale a recuperar el voto de Vox” nos recuerda a “Isco pide juntar las líneas”. Súmese nuestra adicción a la cábala demoscópica, con encuestas publicándose todas las semanas, y del fútbol pasamos al hipódromo.

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Lo que intento decir es que últimamente el periodismo político que se practica en España parece contentarse con ser el subrayado enfático de la estrategia electoral de los partidos. Las cuestiones de fondo desaparecen. Ha sido fastidioso esta campaña comprobar que hoy en España un líder político puede someterse a una entrevista sin que le hagan ni una sola pregunta sobre sus opciones de políticas públicas. Preguntas del tipo: ¿es necesario reforzar o suprimir los conciertos escolares?, ¿debemos apostar por la energía nuclear?, ¿vincular la subida de las pensiones al IPC? Es cierto que muchas de estas cuestiones técnicas se derivan a portavoces sectoriales, pero no deberíamos ser más exigentes con los ministros que con sus jefes.

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¿Exagero? He visto entrevistas en todos los medios de hasta 30 preguntas donde sólo una o dos versan sobre lo que la lengua inglesa llama policies (políticas públicas). El resto, con terca insistencia, sobre politics (politiqueo). Fuera del periodo electoral, el interés se desplaza a la vida interna del partido (“¿se siente arropado por la ejecutiva?”). Durante las campañas, se excita el morbo por las alianzas, dando a entender que llegar a acuerdos con quien piensa distinto es malo (“¿puede asegurar que no pactará con el partido maligno?”). Y como en la prensa del corazón, las fotografías son motivo de escándalo.

Solemos lamentarnos de la escasa atención que prestan los políticos a los “problemas reales” de la población. Pero ese lamento no puede sonar sino insincero si luego no probamos el conocimiento de nuestros líderes sobre esos dosieres cuya resolución escapa al manejo de las consignas de partido. La conversación pública de un país debería consistir en algo mucho más variado que en novelar la vida de los partidos y de sus líderes, de quienes abundan en la prensa perfiles plutarquianos narrando los lances de su ambición y su fortuna. No niego que esta prosa puede tener interés. El problema es un monocultivo que no favorece precisamente lo que decimos añorar: el análisis sereno de los problemas, el debate constructivo de las propuestas.

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