El político redentor
Donde esté un buen programa que se quiten las ofertas teológico-políticas
Es posible que las campañas electorales sean un mal necesario, algo así como la factura que hemos de pagar por vivir en democracia. Y no lo digo ya tanto por la reiteración de mensajes o el que no podamos evitar que acaparen nuestra atención. Lo digo porque todas las propuestas, toda esa inmensa oferta de programas, acaba adquiriendo la forma de mercancía. El votante nunca puede dejar de sentirse como un consumidor al que se le venden personas y productos que tiene que comprar el día 28. Se le conmina, además, a hacerlo como si se tratara de una decisión existencial. Más aún en unos momentos donde todos los politólogos se han puesto de acuerdo —y esto ya es una noticia en sí misma— respecto de la enorme indecisión sobre el resultado final. O sea, que a la pasión habitual se le acompaña ahora de la incertidumbre por el resultado y, por tanto, de una publicidad mucho más agresiva.
Junto a este aspecto económico ha aparecido uno más propiamente teológico; o, mejor, teológico-político. Siempre ha estado más o menos presente, pero ahora ya casi ha llegado a adquirir el carácter de patología. Me refiero a la caída del discurso político en una dimensión redentora. La labor del político no se presenta solo en forma de competencia entre partidos por ver quién nos ofrece más o nos promete una mejor gestión, que sería lo normal. No, en estos momentos su oferta estrella consiste en presentarse como los únicos capaces de librarnos del mal. Y el mal, el infierno, que diría Sartre, es el otro. El político soteriológico posmoderno acapara ya casi todo el escenario.
La narración seguiría las siguientes fases. En una primera se trata de convencernos de que nuestra alma colectiva está en peligro, y que las amenazas tienen nombre y apellidos —independentismo, nacionalismo español, neofranquismo, el PSOE-ETA—. En un segundo momento, se venden estas elecciones como el momento escatológico en el que decidir entre el bien y el mal, entre dios o el diablo. No hay punto medio. Y, por último, cada cual se presenta como el ángel redentor encargado de la salvación patria.
Para el trípode de la derecha el mal sería la anti-España, esa imaginaria coalición de demonios, liderada por Sánchez, el belcebú que se rodea de los príncipes de las tinieblas rojos y separatistas. Y para estos últimos, la calamidad es precisamente lo de los otros, la hiper-España entregada al luciferino Abascal.
Creo que se equivocan. La gente con la que me encuentro ni está tan polarizada como la superestructura del debate político ni participa de temores irracionales por el ser de la nación. Es más, abomina de presuntos redentores de patrias que han convertido el espacio público en una inacabable misa negra en la que cada cual exorciza sus demonios. Creo que, como decía al principio, prefieren que se les trate como consumidores racionales. Es mucho menos épico y más banal, pero donde esté un buen programa que se quiten las ofertas teológico-políticas. Hace falta más racionalidad y menos azufre. Esto sí que es lo único que nos puede salvar.
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