Una cuestión de democracia pura
¿Puede una sociedad permitir que habitantes de su interior vivan al margen del propio país?
No hace falta salir a recorrer los pueblos de la España vacía. Los datos, a menudo fríos y crípticos, son más elocuentes que los testimonios y la carne. Un vistazo a las series históricas del padrón constata que la crisis económica de 2008 ha sido devastadora. Sin ánimo de abrumar, destaco unas pocas catas: desde 2011, la provincia de Cuenca ha perdido 21.916 habitantes (el 10% de su población); Zamora, 18.834 (9,7%), y Ávila, 14.206 (8,2%). Soria y Teruel han perdido 6.623 y 10.035, respectivamente, lo que supone un 6,9% de sus vecinos. Este desmoronamiento es lo único que tienen en común estas provincias. La España vacía, aunque dispersa, menguante y envejecida, es tan compleja y diversa como la España llena. El tópico de una sociedad tradicional y asfixiante dominada por ritos ancestrales de santos y cosechas caducó hace muchas décadas, como muertas están aquellas Vetustas provincianas de misa y paseo dominical, que hoy son ciudades coquetas y atractivas. ¿Por qué, si la España interior ha sabido transformarse en una sociedad democrática, culta y libre, no es capaz de frenar la sangría que la extingue? Reformaron una agricultura improductiva en una agroindustria boyante, cambiaron la azada por el sector servicios y asumieron todas las reconversiones industriales y mineras que se han planteado en España. Hasta se entregaron a los dioses del turismo y de la cultura, llenando el mapa de museos y festivales. Sin recompensa alguna: siguen precipitándose a la nada.
Es probable que esa adaptación extraordinaria a la modernidad haya sido una de las causas de su olvido hasta ahora: a diferencia de lo que ocurre en Francia, los campesinos españoles nunca han sido un sujeto político con capacidad de influir en las instituciones del Estado. Y, pese a la movilización ciudadana convocada en Madrid, que reacciona ante una situación demográfica límite, es muy difícil que pueda articularse como fuerza política: la sociedad de la España vacía es demasiado diversa como para encontrar un aglutinante, más allá de la conciencia de su extinción y de cierto acuerdo que culpa a los gobiernos centrales de un abandono secular. Por eso los activistas se han centrado casi siempre en reclamar inversiones públicas, lo que ha consolidado el poder de todo tipo de neocaciques y conseguidores (políticos locales expertos en conseguir cosas en la capital autonómica, en Madrid o en Bruselas). Tanto las alusiones en los programas políticos como la recién presentada Estrategia para el Reto Demográfico del Gobierno se quedarán en meros brindis al sol si no recogen el fondo de la protesta: el problema de la despoblación es una cuestión política de derechos y libertades que va mucho más allá de los cabildeos, de las demostraciones de poder entre autonomías, diputaciones y gobiernos y del reparto de esos casi cien escaños. Lo que está en la mesa es el principio mismo de igualdad, y eso afecta a todos los españoles, vivan donde vivan. La única pregunta pertinente sigue siendo: ¿Puede una sociedad democrática permitirse que los habitantes de su interior vivan al margen del propio país, descolgados y despreciados en los debates públicos?
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