Con condiciones
La UE solo debe aplazar el Brexit para ganar tiempo, nunca para perderlo
La apuesta del laborismo británico por un segundo referéndum y la abierta disidencia de diputados conservadores europeístas sobre la estrategia de la primera ministra, Theresa May, no son inanes. Están cambiando el escenario de la retirada, prevista para dentro de un mes. El efecto combinado de ambos movimientos está teniendo un inédito —aunque todavía no consolidado— cambio de tendencia en el núcleo duro de los diputados más eurohostiles del partido gobernante. Ante el peligro real de que el Brexit fracase o que experimente un aplazamiento que pueda acabar siendo infinito, los euroescépticos han iniciado una aproximación a la retirada blanda de May.
Aunque solo las votaciones podrán confirmarlo —dada la falta de credibilidad de estos protagonistas de la tragicomedia brexitera—, los contrarios a la permanencia en la UE se inclinan ahora por aceptar una aclaración del acuerdo de retirada que no figure dentro de este, lo que resultaría imposible, sino en la declaración adjunta o cualquier otro instrumento.
Esto es una novedad clave, porque la principal línea roja de Bruselas, firmemente sostenida por los Veintisiete, consiste en no tocar ni una coma del acuerdo ya firmado por los equipos negociadores, aunque se deje abierta la puerta a concreciones o precisiones en documentos anexos. Reabrir el Acuerdo de Retirada habría sido, en efecto, abrir la caja de los truenos, a expensas de cualquier capricho de última hora de cualquier socio.
Ahora bien, conviene que los continentales no canten victoria antes de tiempo. May intenta conseguir un texto jurídicamente vinculante. En favor de una de las dos siguientes opciones: o bien el compromiso de sustituir la salvaguarda irlandesa por una frontera tecnológica de virtudes teóricas, no verificadas y hoy día imposibles. O bien establecer una fecha límite (o “guillotina”, en la jerga comunitaria) por la cual la adscripción temporal de todo Reino Unido a la unión aduanera caiga en desuso automáticamente. O su peor variante, que Londres determine unilateralmente su obsolescencia.
Esa idea, en su doble vertiente, choca contra la esencia de la salvaguarda, que consiste de hecho en un seguro de vida (en este caso, de la continuidad comercial británica en la UE frente al exterior) para el caso de que no lleguen a buen puerto las negociaciones futuras sobre la venidera relación de la UE con Reino Unido. Si se le impone una duración limitada, el seguro deja de operar como tal, especialmente en su función de palanca para alcanzar el nuevo estatus de relación, y como factor disuasorio de la eternización del problema.
Por estas razones resulta evidente que la Unión no puede ni debe aceptar sin condiciones una demanda británica de aplazar la entrada en vigor del Brexit más allá del 29 de marzo. Solo si va acompañada de compromisos claros, de decisiones efectivas, de apoyos parlamentarios verificables y verificados (o en favor del segundo referéndum, o en apoyo del texto ya acordado), la prolongación del plazo, por un periodo breve y con variaciones cosméticas, tendría sentido. Así lo han entendido ya París y Berlín, lo que presumiblemente será compartido por los demás socios.
Y en todo caso el plazo de gracia debe ser efectivamente breve. Para no interferir con las elecciones europeas. Y para no perder tiempo, sino para ganarlo.
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