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Los enamorados de Mosul

Farah Salim y Hashim Muhad son una de esas parejas que quiere construir el futuro de Irak, aunque sea sobre los escombros de su ciudad, destruida por el ISIS. Vacunarse y comprobar que no padecen VIH, sífilis ni hepatitis B es obligatorio para obtener el permiso para la boda

Ruinas de Mosul, más de un año después de que se marchara el ISIS.
Ruinas de Mosul, más de un año después de que se marchara el ISIS.A. J .
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En la devastada ciudad iraquí de Mosul sigue habiendo algunos momentos de esperanza. Pero en la Clínica Bab al Baith hay muchos. A diario acuden a ella parejas de novios para vacunarse y así poder obtener los documentos que necesitan para casarse. Farah Salim y Hashim Muhad son una de esas parejas. Quieren ser el futuro.

No recuerda cuándo lo conoció, el día que marca el comienzo de toda la felicidad en las películas románticas. Ella era aún una niña y él es su primo tercero, de modo que, de hecho, era parte de la familia. Siempre estaba cuando se celebraban fiestas. Vivía en su barrio, lo veía en la calle y cuando iban de compras, y durante muchos años no vio en él más que a un niño con el que estaba emparentada. Después vino el terrorismo y la guerra, y cuando ambos terminaron, su ciudad se había convertido en un mero paisaje de ruinas y ella había dejado atrás la niñez.

Cuando Hashim volvió a verla, Farah se había convertido en una mujer. Hermosa, dulce y, de algún modo, intacta. La guerra no la había destruido, había escapado porque había abandonado la ciudad. En 2014, Abu Bakr al-Baghdadi proclamó el califato en la mezquita Al Nuri de Mosul, y pocos días después ella huyó con su familia a Kirkuk. Tenía 18 años y aun iba al colegio.

Los dos enamorados entregan sus fotos de carnet para la documentación.
Los dos enamorados entregan sus fotos de carnet para la documentación.A. J.

Hashim Muhad rememora tiempos felices antes del ISIS, aquellos en los que Mosul era una ciudad de múltiples religiones, gentes e instituciones culturales. En 2014 él tenía 26 años, estaba ya en edad de casarse, pero seguía estudiando administración de empresas en la Universidad de Mosul, y soñaba con viajar después al extranjero, a Estados Unidos quizá. Para ganar dinero, trabajaba en una tienda de ropa para caballeros en la calle Nínive, donde compraban los ricos. Era joven y guapo. “Deberías ser modelo”, le decían a menudo los clientes. Pero cuando el ISIS se hizo con el control de la ciudad y arrojaba a personas desde el tejado de los rascacielos por ser homosexuales, cuando de las farolas colgaban aquellos cuya barba era demasiado corta o que incumplían el estricto código de vestimenta, ya nadie decía eso. De todas formas, la tienda se cerró y poco después también su universidad.

Un día de otoño en 2018, Hashim, de 30 años, y Farah, de 22, se sientan juntos en un banco en la sala de espera de la Clínica Bab al Baith esperando que los llamen para vacunarse. Él tiene en la mano los pasaportes y las partidas de nacimiento, así como la solicitud a la autoridad matrimonial del Estado, en la que debe registrar que él y su novia tienen todas las profilaxis y las pruebas necesarias para poder celebrar el enlace. Solo después de que los inmunicen contra el sarampión y la rubeola y hayan comprobado que no padecen VIH, sífilis ni hepatitis B recibirán permiso para la boda.

Como la clínica Bab al Baith es la única de Mosul que realiza esas pruebas, varias docenas más de enamorados se sientan ese día en la sala de espera. Están todos bien vestidos, cogidos de la mano de forma que se les vea el anillo de compromiso. Entre ellos y junto a ellos se sientan enfermos que esperan para ver a un médico, muchos en silla de ruedas, otros sin una mano porque el ISIS los castigó por cualquier falta. Junto a las parejas que simbolizan el futuro, que traerá nueva vida y nuevas esperanzas a Mosul, los que presentan las señales del pasado parecen terriblemente perdidos.

Hashim también se ha puesto un buen traje para la ocasión, uno de los que le quedan de su tiempo de vendedor de ropa de hombre. Debajo lleva una camisa del mismo color que el pañuelo de su futura esposa. El color de las berenjenas maduras.

Tan pronto como el ISIS fue por fin derrotado, en el verano de 2017, Hashim se afeitó la larga barba y se cortó el pelo con un estilo moderno. Ahora parece un hípster iraquí. Se alegra de haberse dejado crecer la barba en los tiempos del ISIS. Su vecino, que era lampiño, había estado tres años sin salir de casa por miedo a que lo matasen.

Se alegra de haberse dejado crecer la barba en los tiempos del ISIS. Su vecino, que era lampiño, había estado tres años sin salir de casa por miedo a que lo matasen.

En el este de Mosul, al otro lado del Tigris, donde no se produjo tanta destrucción y la vida casi ha recuperado la normalidad, Hashim ha encontrado otro trabajo como vendedor. En la universidad destruida, los voluntarios han limpiado los escombros. Profesores y estudiantes se reúnen en las pocas aulas que todavía siguen intactas y vuelve a haber vida académica. “Es como una nueva primavera”, cuenta.

En la ciudad vieja, todo resulta difícil e incluso un año y medio después de la liberación se ve poca reconstrucción. Apenas hay electricidad, agua potable y, sobre todo, muy poco empleo. La gente vive entre ruinas y algunos padecen hambre. “Hay que seguir”, afirma Hashim. “Los habitantes de Mosul son valientes. Han quitado escombros con sus propias manos, rescatado muertos, desactivado minas incluso. Todos queremos un mañana. Pero algunos están tan traumatizados y han sufrido tanto que no tienen futuro. Casi te avergüenza sentirte feliz”.

Farah volvió a Mosul con su familia y vio a sus padres llorar porque todo estaba destruido y perdido: los edificios históricos, las bibliotecas, las mezquitas, los restaurantes, los hospitales, los colegios. Pensaba que volver sería como regresar al hogar. Pero en lugar de eso llegó a una necrópolis, en la que todo le resultaba extraño, en la que nada era igual que antes. “No creí que pudiera volver a sonreír”.

Hashim volvió a verla cuando ella se matriculó en un curso de dibujo técnico en la universidad. Ella lo reconoció, pero él al principio no supo quien era ella. Hablaron y dieron un paseo. Farah cuenta que de inmediato le gustó todo de él y él responde que sintió lo mismo. Después siguieron todas las pautas de tímido cortejo en una comunidad musulmana que no deja mucha libertad para flirtear. Cuando finalmente la madre de Hashim fue a ver a sus padres, Farah Salim supo que él le había pedido matrimonio. Y ella aceptó. Por fin una luz en la oscuridad de la posguerra.

Esta clínica también sufrió daños durante casi un año de ataques de los ejércitos estadounidense e iraquí, pero por suerte el edificio principal no se vino abajo. A su alrededor casi todos los edificios están en ruinas. El viento sopla por las plazas vacías, en las que antes había casas.

Desde la liberación, hace año y medio, el progreso en Mosul ha sido lento. Es patente la falta de ayuda del Gobierno iraquí, a pesar de que la comunidad internacional ha donado miles de millones de dólares para reconstruir la ciudad. La ayuda humanitaria procede casi exclusivamente de organizaciones benéficas como Care International, que proporciona a Bab al Baith medicamentos, vacunas, laboratorio y equipos médicos. “No tendríamos nada”, se lamenta el director, Faris Muhamed, agitando las manos en el aire como para subrayar la nada. “Si Care no nos ayudase, tendríamos que mandar a la gente a su casa sin acabar el tratamiento”.

Muhamed está muy cansado. Acaba de regresar de la peregrinación a La Meca que realizó en agradecimiento por haber sobrevivido. En la mitad de la cincuentena, habría podido huir en los primeros días del califato, pero se quedó hasta que el ISIS cerró el centro médico y solo permitía tratar en él a sus combatientes. A esas alturas era muy tarde para huir de Mosul. La ciudad estaba completamente sellada.

El peso del futuro

El médico explica que la corriente de pacientes no cesa un solo día. “Desde que reabrimos, tras la liberación de la ciudad, tenemos a diario muchos más personas de las que podemos atender. Las parejas de novios que vienen a vacunarse y a hacerse análisis son el menor de los problemas. Mucho más difícil es que no tenemos personal para todos los que vienen traumatizados. Lo que algunos han sufrido con el ISIS es inenarrable. Necesitamos urgentemente psicólogos”. Entonces mete una llave en la báscula para bebés, que ocupa buena parte de su mesa, y dice: “Aquí el futuro tiene un peso. Que sea mucho o poco depende de cuánto lastre podamos quitarle al pasado”.

Es el turno de Hashim y Farah. Van juntos a que los vacunen, después a que les saquen sangre. Hashim hace muecas al ver la jeringa, la novia se ríe de él con buen humor. Quieren, dice él, tener un matrimonio moderno, trabajar tranquilamente, criar hijos, lo antes posible. Ella pone los ojos en blanco, como si supiera que la realidad será distinta.

Vivirán con los padres de él hasta que gane lo suficiente. Quieren invitar a 200 personas a la boda, que será también una oportunidad para reunir a las familias. Muchos de los parientes no han regresado a la ciudad; viven en campos de refugiados o han alquilado viviendas en otras ciudades. “Les da miedo, no se sienten seguros”, explica Farah. Un miedo justificado. Todavía hay células del ISIS en Mosul, acaban de detener a 52 personas y hace pocos días estalló un coche bomba. Aunque la organización terrorista ya no tiene territorio en la ciudad, sigue habiendo hombres suficientes para perpetrar atentados. También ella, nos dice Farah, tiene miedo, y solo sale de casa para ir a la universidad.

Los dos se han pensado mucho si quieren quedarse en Mosul, sopesado la proximidad de la familia y todos los peligros, la responsabilidad en la reconstrucción de la ciudad con los problemas de vivir en ella. Farah comenta que no puede imaginarse a sus hijos creciendo aquí, pero él alega: “Sin una nueva generación, esta ciudad no volverá a ser real”.

“¡Bueno, decidido entonces!”, zanja Farah con esa sonrisa que solo los enamorados tienen.

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