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Columna
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Solo los ángeles

Solo cuando padecemos una tragedia somos capaces de apreciar lo que vale poseer un entramado de intereses colectivos y exigimos el músculo de lo público

David Trueba
Huelga de taxistas en Madrid.
Huelga de taxistas en Madrid.Juan Medina (REUTERS)

Hubo un tiempo en que aprendías a comportarte con las películas de Howard Hawks. En ellas, las mujeres no se sometían a los hombres y ser amigo no exigía pensar igual, sino ser leal. La cámara era invisible y estaba colocada a la altura de los ojos, jamás en otro lugar para lucir firma o presumir de medios. Los profesionales no querían ser aplaudidos como héroes, sino sencillamente cumplir con su trabajo de cada día. La tontuna chabacana de los superhéroes, epítome del individualismo enfermo, vació ese cine. Las salas dejaron de ser un rito de reunión colectiva bajo el fomento de la burbuja unipersonal en la que nos quieren hacer vivir. El rescate imposible del niño Julen en Totalán nos volvió a confirmar que solo los ángeles tienen alas, pero nos recordó que existe el esfuerzo colectivo innegociable. Una sociedad consiste tan solo en eso, en una comunidad que se arrima unida para resolver sus dramas con lealtad. No fue accidental que el equipo de voluntarios lo conformaran bomberos, fuerzas de seguridad, ingeniería civil y servicios de rescate minero. Sin exageraciones mediáticas es habitual que estos equipos recuperen personas cada semana. En muchos casos sacan del mar, de agujeros, de entre chatarra o de las cenizas de fuegos provocados los cadáveres de mujeres asesinadas por sus antiguas parejas.

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Mientras crecía una ola de simpatía hacia la Brigada de Salvamento Minero, en varias ciudades españolas se desencadenaba una huelga bastante salvaje de taxistas. En los miles de comentarios criticando lo excesos, se recordaban las malas experiencias en el taxi. Todo lo contrario de los VTC, se decía. Conductores elegantes, bien vestidos, atentos. Resulta un poco infantil no darse cuenta de que en un servicio recién llegado no ha dado tiempo para acumular malas experiencias, verlos pervertirse, envejecer sus trajes y empeorar sus coches. La sumisión a lo novedoso oculta una tremenda incapacidad para recordar las muchas ocasiones en que taxistas han ayudado en accidentes, atentados, partos, urgencias, porque también lo han hecho. Del mismo modo que los mineros protagonizaron huelgas salvajes cuando aún soñaban con preservar sus empleos. Había que oír los desprecios que entonces se les dedicaba.

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Se puede estar al lado de los taxistas porque ellos representan la diferencia entre un servicio público y el negocio común. La comodidad de hoy del consumidor, como ha sucedido en otros sectores, es la coartada para desmembrar derechos adquiridos. Un servicio público consiste en horarios y precios regulados. En el medio plazo, todas las ciudades que destruyeron esta regulación se encontraron con el monopolio absoluto y los precios disparados. Los males del taxi, desde la zafiedad de algunos hasta la acumulación de vehículos bajo un mismo dueño o la especulación con las licencias provienen, esencialmente, de una mala regulación administrativa. Y no de lo contrario. Tanto PP como Ciudadanos defienden la falacia de que los servicios públicos funcionan mejor privatizados, entregados al mercado libre. Pero todo el mundo sabe que el único mercado libre es aquel que está regulado a conciencia frente a los depredadores. Más aún si el negocio se refiere a la salud, la educación, la seguridad y el transporte, los cuatro pilares de una sociedad justa. Solo cuando padecemos una tragedia somos capaces de apreciar lo que vale poseer un entramado de intereses colectivos y exigimos el músculo de lo público.

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