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Tribuna
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Esta por mamá

Es necesario un feminismo amplio y generoso, que apele a la lucha contra la desigualdad más allá de los géneros

Varias manos pintadas de morado en la manifestación del 8 de marzo.
Varias manos pintadas de morado en la manifestación del 8 de marzo. Ramón de la Rocha (EFE)

Hay una mujer en la habitación del hospital. Que haya una mujer en la habitación del hospital no implica que se trate de la enferma o la enfermera: la mujer sobre la que ahora escribo ocupa el sillón de la esquina, o de espaldas al televisor, con suerte junto a la ventana. A veces dos mujeres ocupan dos sillones —los dos únicos, uno por cama y por paciente— en la habitación del hospital. En la hora del sueño la mujer se acurruca en el sillón —ya ha aprendido a simular la horizontalidad— y duerme a trompicones: se despierta con la respiración ajena, por el miedo a que algo no marche bien. A veces le desvela el otro sillón vacío: reclama la medicación para quien no conoce, consuela más allá del par de charlas por educación.

Conozco a la mujer de la habitación del hospital, pero estoy segura de que quien lea le adjudicará su propia identidad y su propio parentesco. Se trata de la madre, la esposa, la hija o la hermana —mujeres en la mayoría de los casos: existen excepciones, por supuesto— que cuidan a quien enferma: que en el hospital ganan ojeras y pierden peso comiendo mal, descansando mal, hasta que regresan a casa y en casa comen mal, descansan mal, ayudan a un cuerpo a moverse de la cama al baño y del baño al sofá, y etcétera. Algunas veces suman al trabajo de casa y de cuidado el trabajo de fuera; otras confiesan en voz baja, mientras improvisan un menú alternativo a ella, que no encontrar un empleo les permite atender a quienes las necesitan.

Me emocionó la manifestación del 8M porque en ella caminamos mujeres muy distintas, pero también me apenó no encontrarnos a todas
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Ante la vulnerabilidad nos refugiamos en los lugares seguros: el hogar como espacio físico, la familia —las familias, en plural: tantas como entendamos hoy— como lugar simbólico. En la precariedad, en la enfermedad, quienes tenemos cerca responden y se asumen responsables del resto. Para subrayar el valor de estos cuidados no nos bastó con vivirlos en casa, de puertas para adentro: hemos esperado a analizarlos con bisturí, a intelectualizarlos, como si la experiencia de aquellas que cuidaban no bastase, como si su testimonio valiese menos que un puñado de teorías, como si ellas mismas no pudiesen generar ideas para pensárnoslas.

Me pregunto qué opina la mujer de la habitación del hospital sobre el feminismo, y qué opina la mujer que intenta conversar con un marido que balbucea en la sala de espera del ambulatorio: qué opinan sobre el feminismo que les llega, no el que les atañe, el que debería contar con ellas. Me pregunto —se me ocurre— qué opinan sobre el empoderamiento; si el término y sus connotaciones les incomodan tanto como a mí, pero si la idea les entusiasma, si la sienten cerca de ellas o creen que no mejorará en nada su rutina. ¿Qué significa para ellas el “techo de cristal”, cuando en realidad la fragilidad la encuentran bajo sus pies? Pienso en que preferimos las palabras a las ojeras, a las canas asomando entre el pelo teñido porque entre controlar una y otra toma de pastillas no te queda tiempo para la peluquería: eliminamos las imágenes que hablan de enfermedad y deterioro, porque nos incomodan, porque señalan nuestro silencio cuando no reaccionamos.

Me pregunto si las mujeres de la habitación del hospital —o si las mujeres que trabajan cuidando a desconocidos, sin tiempo para cuidar a los suyos: otro tema— no se partirán de la risa cuando les hablen de feminismo esas otras mujeres en las que no se reconocen: cómo les convencerá un argumento desarrollado desde el más absoluto privilegio de quien conoce más las ocho horas de sueño que el sillón incómodo en el que dar una cabezada. Me emocionó la manifestación del 8-M porque en ella caminamos mujeres muy distintas, pero también me apenó no encontrarnos a todas: eché de menos a mujeres de otras generaciones —pensaba en la mujer de la habitación del hospital: en muchas de nuestras madres, en muchas de nuestras abuelas— y de otras clases sociales, a aquellas que no podían permitirse ir a la huelga o ni siquiera faltar unas horas al trabajo. Pienso en Angela Davis, una vez más: en la necesidad de un feminismo amplio y generoso, que apele a la lucha contra la desigualdad más allá de los géneros.

Esto que escribo parte de una contradicción: debería escribirlo la mujer de la habitación del hospital. Quisiera preguntarle si se siente representada en los mensajes sobre feminismo que lee en las revistas o que escucha por televisión. Si considera que todas las luchas resultan necesarias, o si otras le parecen más urgentes. Si necesita apoyo y no discursos, y si a costa de visibilizar no frivolizamos; si no marginamos a quienes no caben en ellos. Me pregunto dónde esta la voz de la mujer de la habitación del hospital, más allá del “esta por mamá” que musitaba hace 30 o 40 años, con el mismo tono con el que hoy charla con la doctora sobre el penúltimo análisis o te consuela respondiendo que no, que ella ha pasado la noche bien, que no nos preocupemos.

Elena Medel es escritora y editora.

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