Excluida
Queremos que Vox vuelva a ser el nombre de un diccionario
Hace años Rafael Reig publicó Manual de literatura para caníbales, libro instructivo y descacharrante: una familia, los Belinchones, siempre llegaba tarde a los movimientos literarios; cuando todo el mundo era naturalista, ellos aún andaban con el realismo; cuando se habían empapado de herencia, malformación y cuestiones palpitantes, el campo literario ya mutaba hacia los cisnes modernistas. España, igual que los Belinchones —tardíamente, pero a lo grande— acaba de subirse al carro de esa ultraderecha europea que coge vuelo gracias a Trump: la crisis económica y el desprestigio de la política llevan a la ciudadanía a votar a seres que, cuanto menos se parezcan a un político, mejor. Gente que no se avergüenza de no saber dónde está Australia e incluso cree que quienes sí saben por dónde anda ese país son unos friquis. La horquilla de la clase media se achica al mismo tiempo que se agrava la pauperización cultural de poblaciones cada vez más airadas, viscerales y manipulables. Hay individuos abyectos que leen mucho, pero, tal como se van poniendo las cosas, prefiero confiar en los beneficios de la educación que en el pan y circo y el “porque yo lo valgo”.
Una España por fin europeizada en esa acepción de democracia que permite alzar al poder a partidos de ultraderecha cuyas consignas desdicen los derechos humanos rescata a la vez su propia tradición franquista: intolerancia, confesionarios, patrioterismo, mujeres maternales y fe en oligarcas salvadores de buena raza. Su épica torcida del pobre vago y tonto, en combinación con el lema de “España para los españoles”, da por supuesto que ningún español puede ser poco avispado. A las españolas sí se les prevé mayor ineptitud. La santísima trinidad de voxistas, peperos y palmeros de Ciudadanos —me permito llamarlos así porque ellos no se privan de usar términos como podemita, comunista chavista o sociata en sus intervenciones— activan selectivamente su memoria y, obviando que sin comunistas y socialistas no habría existido resistencia antifranquista ni proceso de transición democrática, se olvidan de que este país es el que es: uno que sufrió cuarenta años de dictadura ultraderechista. Muchas familias aún andan buscando en cunetas, barrancos y tapias de cementerio, a padres, hermanos, hijos. Muchas familias no han superado la pobreza a la que se las condenó por sus ideales políticos. Pero eso ya no importa: es dinero malgastado y cosas de friquis que enarbolan obsoletas banderas republicanas en un alarde de antipatriotismo y desviada españolidad.
La ultraderecha europea, el trumpismo y nuestra propia e insoslayable genealogía franquista nos colocan en riesgo de exclusión a quienes defendemos: enseñanza y sanidad públicas, dignidad laboral, libertad de expresión y opinión, feminismo, matrimonio gay, clases medias, laicidad de los Estados, racionalización digital, pluralidad y diversidad de los países, federalismo, medio ambiente, economía sostenible, derechos civiles, memoria, amparo e integración de hombres y mujeres inmigrantes, aborto, libertad sexual, derecho de huelga, cultura, demolición de muros y destrucción de concertinas, justicia ciega, solidaridad. Queremos poder ser ateas, antitaurinas, promiscuas, rojas, lesbianas, trabajadoras, nuligrávidas, republicanas, obreristas, cultas. Alegres y con sentido del humor. Queremos que Vox vuelva a ser el nombre de un diccionario, que las actuales Luisas Carnés no opten por el exilio y que no retorne una España de mano de hierro y penas de muerte. Por Diosa, lo pedimos.
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