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Columna
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O Guardiola o Mourinho

Los dirigentes de ERC tienen que elegir. O el matonismo o la confrontación dialéctica. O el argumento o el insulto

Julio Llamazares
El portavoz de ERC, Gabriel Rufián, antes de su expulsión del Congreso de los Diputados, el pasado 21 de noviembre.
El portavoz de ERC, Gabriel Rufián, antes de su expulsión del Congreso de los Diputados, el pasado 21 de noviembre. Javier Lizón (EFE)

Pocas veces un apellido ha hecho tanta justicia a su dueño como el de Gabriel Rufián, el diputado de Esquerra Republicana de Catalunya que se ha hecho famoso en todo el país por su estilo bronco y perdonavidas en sus intervenciones en el Parlamento español. Satisfecho en su papel, el tal Rufián intenta estar a la altura de su apellido a cada momento y para ello no escatima medios: lo mismo muestra una impresora con la que piensa imprimir las papeletas para votar en un referéndum ilegal (un diputado, no lo olvidemos) que enseña las esposas con las que desearía ver a un presidente de Gobierno o que le guiña un ojo provocador a una diputada en una comisión de investigación del Congreso. Otra cosa no, pero Rufián, como animador de la vida parlamentaria española, está dejando en pañales a otros perdonavidas famosos de la política nacional, como el expresidente Aznar o el anterior portavoz del PP Rafael Hernando.

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Política de serrín y estiércol

La última actuación de Gabriel Rufián ha tenido lugar hace unos días y su destinatario ha sido el ministro de Asuntos Exteriores, al que llamó fascista delante de todo el Parlamento. La respuesta del interpelado fue acusarlo de “llenar de serrín y estiércol el templo de la democracia” en una metáfora que retrotrae al mundo de las caballerizas y los mozos de establo de la novela inglesa decimonónica. También al lumpen tabernario, que es en lo que la política nacional se está convirtiendo ya merced a personajes como el tal Rufián que confunden la radicalidad ideológica con el matonismo y la sinceridad a la hora de hablar con la mala educación. La ejemplaridad que se espera de los representantes públicos en cuanto que modelos en los que se fijan sus representados brilla desde hace tiempo por su ausencia, sin entrar a considerar otras cuestiones de fondo. Espero que luego aquellos no se sorprendan si ven que el ejemplo cunde y el insulto y la amenaza se convierten, como ya ocurre, en las dos armas dialécticas preferidas por los españoles.

La pedagogía de la que tanto se habla por parte de los políticos comienza con el comportamiento propio, y en este el lenguaje es fundamental. Si los ciudadanos ven que los que deberían dar ejemplo de educación y buenos modales se comportan como auténticos rufianes de taberna, como pijoapartes venidos a más, pero con la sonrisa de chulos de verbena intacta (eso sí, con 5.000 euros al mes en la cartera que les pagamos todos los españoles, queramos o no), mal van a hacer lo contrario cuando en su trabajo o en el bar discuten del tema que sea. El rufianismo, como la gripe, se contagia pronto, antes incluso en el caso del rufianismo por su capacidad para contaminar espíritus menos agresivos, pero a los que se desestabiliza por la vía del insulto, esa navaja dialéctica que brilla en los ojos antes que en la boca y cuya herida es mayor a veces que las de verdad. Cuando el insulto se lanza en lugares impropios de él aún restalla más, como pasó con los tiros que una partida de guardias civiles disparó contra el techo del Congreso un día de ingrata memoria.

Los dirigentes de Esquerra Republicana de Catalunya tienen que elegir. O el matonismo o la confrontación dialéctica. O el argumento o el insulto. O la descalificación ideológica o la personal. O Guardiola o Mourinho. La política no es el fútbol, pero se pueden llegar a parecer bastante a poco que alguien se empeñe en ello como Gabriel Rufián está haciendo desde hace tiempo con el aplauso de sus compañeros.

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