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Tribuna
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¿Qué necesita un niño para aprender?

Los profesores no somos omnipotentes: siempre hay alumnos a los que, por desgracia, no llegamos

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No todo en esta vida se puede aprender. Deberíamos empezar por ahí, para ser sinceros. Escuchamos constantemente que lo realmente importante es “aprender a ser feliz”, “aprender a gestionar las emociones”, “aprender a ser empático” o, una curiosa entelequia, “aprender a aprender”. La gran promesa de nuestro mundo es precisamente esa, que todo se puede aprender a través de la práctica, del ejercicio repetido, del control de la conducta y los pensamientos y, muy especialmente, gracias a una serie de conocimientos metacognitivos sin los cuales nuestra capacidad para el aprendizaje quedaría seriamente comprometida. Barbara Oakley, autora del exitoso curso online Aprender a aprender, que han realizado millones de personas en todo el mundo, afirmaba hace poco en este periódico que es un disparate no enseñar a los niños cómo aprende el cerebro. Una completa locura que se ha propuesto remediar con unos divertidos videos en los que se instruye a los niños sobre el proceso de aprendizaje tal como este ha sido descrito por la neurociencia.

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Ahora bien, ¿qué necesita un niño para aprender? Puede parecer una obviedad, pero al hacernos esta pregunta nunca deberíamos olvidar que durante los primeros años tienen lugar los aprendizajes cualitativamente más complejos e importantes de la vida (conciencia del propio cuerpo, relaciones de causa-efecto en el mundo físico, cualidades de los objetos, lenguaje oral, comprensión básica de la realidad y las relaciones humanas), y los niños recorren este camino desde la completa ausencia de conocimientos sobre cómo se aprende y con un control mínimo de sus pensamientos y su conducta. Bien se puede argüir que tales aprendizajes advienen de forma “natural”, sin necesidad de ser enseñados. Pero necesitan sin duda de una comunicación especial con algunas personas (al principio con una persona fundamental) que sean capaces de hacer creer a ese niño que la realidad externa es comprensible, que el mundo al que acaba de llegar, y del que poco entiende, tiene sentido.

Cuando hablamos de aprendizajes escolares, siendo el más esencial de todos la adquisición de la lectura y la escritura (nunca deberíamos olvidar tampoco que esa es la primera y más relevante tarea de la escuela), incorporamos las nociones de pedagogía y de esfuerzo. Debemos enseñar, y para ello tenemos que emplear buenos métodos y nuestros alumnos tienen que estar dispuestos a tolerar la frustración inherente a los momentos iniciales de cualquier aprendizaje. Para explicar los éxitos o las dificultades en este proceso surgen conceptos hoy omnipresentes como motivación, autoestima o tolerancia a la frustración. Se nos dice que los profesores tienen que ser excelentes entrenadores y motivadores, expertos en el proceso de aprendizaje mucho más que en las materias que enseñan. Y nos olvidamos, por el camino, de que lo esencial se está jugando en otro lado. Pues la confianza en uno mismo nace de la confianza en el otro, y la única motivación posible surge del deseo de saber, del deseo de complacer o de poder, y ningún niño aceptará realmente el esfuerzo que debe hacer para estudiar si no hay al final del recorrido la proyección de algún tipo de deseo interno.

Confianza y deseo, entonces. Pero es complicado organizar un sistema educativo basándose en estos dos principios. No hay fórmulas claras, ni manuales, ni videos con tutoriales que nos aseguren el éxito. Los profesores no somos omnipotentes: siempre hay alumnos a los que, por desgracia, no llegamos.

Quizá deberíamos empezar contemplando que la experiencia fundacional del conocimiento es en realidad una dialéctica entre no entender y confiar en que lo que se percibe tiene un sentido. El bebé que aún no conoce el lenguaje experimenta la incomprensión en muchos momentos, pero no sucumbe completamente a ella porque alguien sostiene su confianza en que las palabras significan algo, y va nombrando las cosas para él. Así, el niño está expuesto al lenguaje incomprensible y a la vez tiene una madre que a veces desciende a su nivel y se lo va descifrando. Estas dos experiencias, que conviven, son la base de la capacidad de pensar. Para que surja el deseo tiene que haber exposición a lo que no se entiende y confianza en que se puede recorrer ese camino.

Como creo apasionadamente en la importancia de las palabras, me parece que deberíamos no centrar tanto la labor educativa en el aprendizaje (entendido como proceso de adquisición de unas destrezas), y fijarnos más en la reflexión y en la capacidad de pensamiento (de desarrollar un pensamiento propio). A la motivación haríamos bien en llamarla deseo. A la autoestima confianza, en los demás y en uno mismo. Y a la tolerancia a la frustración capacidad para convivir con la experiencia de no entender. Veríamos entonces que la calidad de la relación entre el profesor y cada niño es el terreno en el que se juega casi todo. Que la ratio es un factor esencial. Que no tenemos por qué simplificar las cosas al extremo y no exponer a nuestros alumnos a lo que todavía no entienden, sino ser capaces de generar la confianza en que lo que les mostramos tiene sentido. Poder dedicar tiempo a conocerles y a que nos conozcan, en lugar de correr tras currículos interminables. No hay que “aprender a aprender”, más bien transmitir que una vida dedicada al conocimiento puede ser una vida plena. Por eso es tan importante la formación intelectual de los profesores. Sostener con nuestro ejemplo que la educación no es una técnica ni un entrenamiento personalizado en el que pronto podremos ser sustituidos por la inteligencia artificial, sino una dialéctica eminentemente humana, que empieza desde el mismo instante en que nacemos y que tiene como motores últimos la confianza en el otro y el deseo de saber.

*Elisa Martín Ortega es profesora de literatura en la Facultad de Educación de la Universidad Autónoma de Madrid

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