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Pederastia intelectual

Vivimos una plaga de adultos fascinados por todo lo que hacen los jóvenes. Todo tiene que ver con eso que distingue a los padres de los hijos: el criterio

Matthew Broderick en ‘Juegos de guerra’ (1983). Todo el mundo ha tenido siempre los hijos más listos del mundo.
Matthew Broderick en ‘Juegos de guerra’ (1983). Todo el mundo ha tenido siempre los hijos más listos del mundo.
Xavi Sancho

Creo que hay pocas cosas más cutres que observar adultos fascinados con todo lo que tenga que ver con la juventud. Es una cosa que me da mucho pudor, la verdad. El asunto tiene bastantes formas de manifestarse y, ahora mismo, no sé cuál de todas me da más rabia. Están, por ejemplo, aquellos padres que te dicen que sus hijos son los más listos del mundo, basados en pruebas empíricas, como que el crío sabe encender el iPad. No tengo tablet, me regaló una el banco y al día siguiente se la di a mi madre. Pobre, jamás ha tenido la opción de fardar ante las vecinas de lo listo que es su hijo porque hace cosas con el iPad. De verdad, era todo mucho más fácil cuando ibas a casa de una pareja joven y te pasaban diapositivas de su viaje a Cancún.

Hace unos meses unos amigos con un crío de unos seis años me invitó a su casa a cenar. Tras el ágape me sentaron en el sofá al lado del chaval para que viera todo lo que era capaz de hacer con el móvil de su padre. Tras oír la frase, pensé inmediatamente en cómo iba a romper ese iPhone X. Me pareció extraño, pero divertido. Estaba equivocado.

El pederasta cultural e intelectual ríe todas las gracias a los jóvenes porque nada le aterra más que parecer mayor. Antes con avergonzar a tus hijos diciendo "chachi piruli" alcanzaba; ahora hay que escuchar 'trap', estar en Instagram…

El caso era más grave. El chaval empezó a hacer cosas con la pantalla. Me aburría tanto que me acordé de Juegos de guerra, cinta de 1983 en la que un jovencísimo Matthew Broderick está a punto de arrancar accidentalmente la Tercera Guerra Mundial gracias a sus conocimientos informáticos. Me levanté del sofá, cogí el abrigo y me fui. Hasta que el niño no sepa desbloquear los códigos de los misiles norcoreanos no me invitéis más. O al menos, esperad a tener otro vástago que sea menos listo con el que pueda interactuar. Entonces me llamáis.

Igual es mi culpa. Los adolescentes me dan miedo –si paso por delante de un instituto, cambio de acera, lo digo en serio– y los jóvenes, la verdad, me son bastante indiferentes mientras no se retrasen en traerme la pizza (hola, cipotudos, ¿puedo sentarme a su mesa?). Esto que hago, lo admito, se llamaba paternalismo, y está mal, pero, oiga, es uno de los pilares –junto a la mentira– sobre los que se sustentan nuestras relaciones. La base del verdadero contrato social y no la mandanga esa de Rousseau de buscar la libertad como forma de reconciliación entre el hombre y la naturaleza. Lo que antes se hacía por comodidad (evitar disputas con seres inferiores, partiendo del precepto de la edad como categoría) ahora se hace con sincera admiración o por motivos estéticos. En el hit parade de los postulados últimamente no hay quien le tosa a la estética.

El pederasta cultural e intelectual ríe todas las gracias a los jóvenes porque nada le aterra más que parecer mayor. No aparentando su edad llega a pensar que no la tiene. Antes con avergonzar a tus hijos diciendo chachi piruli alcanzaba; ahora hay que escuchar trap, estar en Instagram… No vale solo con saber lo que pasa. Debe gustarte lo que pasa. Con esto, se anula una de las pocas virtudes que tenía la madurez: el criterio. Y eso ha sucedido por dos motivos: uno, el criterio es irrelevante en la era del todo vale; dos, el criterio se ha usado de forma tan dogmática que ha terminado convirtiéndose en esnobismo.

La supuesta gran ventaja de estas formas de pederastia es que logran que al mirarte al espejo cada mañana te veas un poco mejor que ayer. Debo admitir que yo también padecí este doriangrayísmo terminal un tiempo, hasta que una mañana, hace un par de años, me vi en el espejo y pensé: “Estás hecho un cromo, nen”. Desde entonces vivo mucho más en paz conmigo mismo y, sobre todo, con los más jóvenes: no poseen nada a lo que pueda aspirar, pero sí algunas cosas que puedo admirar.

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Sobre la firma

Xavi Sancho
Forma parte del equipo de El País Semanal. Antes fue redactor jefe de Icon. Cursó Ciencias de la Información en la Universitat Autónoma de Barcelona.

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