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Columna
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Dos años más de furia

Es difícil imaginarse otro Trump, capaz de adaptarse a un escenario de negociación con los demócratas

Ramón Lobo
El presidente de EE UU, Donald Trump, en la casa Blanca (Washington), el pasado 7 de noviembre.
El presidente de EE UU, Donald Trump, en la casa Blanca (Washington), el pasado 7 de noviembre. Evan Vucci (AP)

Quizá siempre fue así: la política reducida a un ejercicio de demagogia y demonización de aquellos que no comulgan con el líder. Es visible en las dictaduras y en los regímenes autoritarios, algo menos en las democracias. Vivimos tiempos de mutación en Estados Unidos, Brasil, Italia, Hungría, Polonia... Hubo señales de peligro entre las dos guerras mundiales y nadie las tomó en serio.

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La agitación permanente, convertir una caravana de migrantes hondureños pobres en una amenaza a la seguridad nacional, tiene efectos en una ciudadanía zarandeada por la crisis económica. Perdimos certezas, llegó la inseguridad, el miedo. Es el campo en el que crece la xenofobia. El presidente de Estados Unidos abrió la caja de Pandora, sacó el odio a pasear. Se ha despertado la bestia, será complicado devolverla al redil.

Es difícil imaginarse otro Donald Trump, capaz de adaptarse a un escenario de negociación con los demócratas. Su rueda de prensa del miércoles demuestra que nada va a cambiar. Su narcisismo es patológico. No actúa como un líder, parece un matón que amedrenta e insulta a los periodistas que le preguntan. Nos esperan dos años de furia.

El supremacismo blanco, rural y cristiano se siente amenazado por la revolución tecnológica, el feminismo y el cambio climático. Seguramente muchos creen que el Big Bang es un invento izquierdista. Representan la América profunda amante de las armas de fuego. La matanza en la sinagoga de Pittsburg y el envío de 13 bombas de fabricación casera a enemigos de Trump, como Robert de Niro, son consecuencias de la sobrexcitación colectiva.

Esta división ya es visible en la comunidad judía de EE UU Los más conservadores defienden a Trump. Se dejaron engolosinar por su apoyo a Benjamín Netanyahu, las amenazas a Irán y el traslado de la Embajada a Jerusalén. Otros rechazan a Trump y a Netanyahu por igual. Culpan al primero del clima que hizo posible Pittsburg y al segundo, del descarrilamiento de los Acuerdos de Oslo.

La política proisraelí de Trump es compatible con su simpatía por los supremacistas que le votan. Tardó un año en condenar el ataque de Charlottesville, y cuando lo hizo evitó hablar claro, rechazó “todo tipo de racismo” y “los disturbios que causaron muertes insensatas”. Dijo disturbios, no bandas neonazis.

Muchos de los políticos que le acompañan en este tsunami ultra global son antisemitas estructurales. Ayer, su enemigo eran los judíos; hoy, son los árabes, los migrantes, los homosexuales, las mujeres, el diferente. ¿Cómo es posible que el primer ministro de Israel se fotografiara con el primer ministro húngaro Viktor Orbán? Son años de confusión, desmemoria, mentiras y paradojas. Los palestinos son los que peor están, han perdido la tierra y las palabras. Ya nadie recuerda que ellos también son semitas.

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