Los ciegos
Hace cien años culminó una era trágica que había comenzado décadas antes en medio de la prosperidad general. La competencia imperialista y los irredentismos empujaban sin embargo hacia una conflagración
En un cuadro de 1915 conocido como Levitación o Los ciegos, Egon Schiele presenta la desoladora escena de dos hombres que se elevan desde una tierra fragmentada hacia un lugar desconocido, verosímilmente el vacío. Uno de ellos parece muerto. Los ojos de ambos se dirigen fijos hacia el frente, configurando una imagen espectral. Es algo que se repite en otras obras de Schiele del tiempo de la guerra: La madre con los dos hijos lleva la muerte en el rostro e incluso en Las dos mujeres sentadas, de 1918, la mirada frontal sugiere algo inexorable.
Schiele no es cronista de guerra, pero sí testigo de una era trágica que culmina a fines de octubre de 1918. Víctimas de la gripe española, el 28 fallece su esposa embarazada y él mismo tres días después, el 31, fecha de la derrota de Vittorio Veneto que hunde al Imperio de los Habsburgo. El azar quiso que ese mismo año desaparecieran los tres artífices más brillantes de su gloria cultural: Gustav Klimt, el arquitecto Otto Wagner y el propio Schiele.
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Los ciegos admite también una interpretación filosófica, a la sombra de la afirmación de Freud de que la muerte es el objeto de la vida, tema que encajaba en el espiritualismo de Schiele. Pero en 1915-1918, la muerte se inscribía en un marco demasiado concreto, los cientos de miles de austriacos caídos para nada en la guerra. La alegoría de Los ciegos designa implícitamente un tiempo de catástrofes, similar al de Las parcas de Goya.
El camino de la guerra no fue abierto por uno de los cuatro grandes sino por el socio menor
Los ciegos empujados al combate se encontraron abocados a la muerte por la decisión, también ciega, de una guerra emprendida por las grandes potencias. Salvo Inglaterra, obligada por defender la neutralidad de Bélgica, los demás protagonistas ignoraron al declarar la guerra los enormes riesgos de esa decisión, no solo para sus poblaciones, que parecían importarles poco, sino para su propia supervivencia como Estados. Tres imperios desaparecieron: el austrohúngaro, el zarista y el otomano. El Reich alemán fue derrotado sufriendo enormes pérdidas humanas y territoriales, y en dos ocasiones —septiembre de 1914 y primavera de 1918— Francia corrió el riesgo de sufrir una suerte análoga. Incluso Italia, entrada en guerra para anexionarse territorios de su aliado austrohúngaro, si bien logró unos objetivos alcanzables en parte por negociación pagó un altísimo precio. El intervencionismo a toda costa del rey Víctor Manuel III, en contra del Parlamento y apoyado por demagogos (Mussolini) e intereses chauvinistas, costó más de medio millón de muertos y millón y medio de heridos y minusválidos. Su herencia política fue el fascismo, con la consiguiente infiltración en la mentalidad política italiana de un irracionalismo agresivo, personificado entonces por el Duce y aún hoy presente.
La fase de prosperidad general, iniciada hacia 1870, se había visto acompañada por una tensa estabilidad internacional, donde el espíritu conservador de la riqueza y la presión del movimiento obrero apuntaban en vano a la conservación de la paz (conferencias de La Haya, Tribunal Internacional de Justicia). La competencia imperialista y los irredentismos empujaban sin embargo hacia una conflagración general, aun cuando los propios Estados Mayores fueran conscientes del desastre de una nueva guerra, dados los progresos armamentísticos. Resultaba abismal el desfase entre los beneficios a alcanzar y los riesgos de una contienda. “¡Maldito sea quien arroje la cerilla al barril de pólvora!”, proclamó ante el Reichstag el viejo Moltke, vencedor de la guerra franco-prusiana.
En el seno de los nacionalismos anidaron entre tanto las ideologías de destrucción, el militarismo y el antisemitismo (Carl Lueger, referente antisemita de Hitler en Viena; affaire Dreyfus en Francia). Un impostor podía ocupar el distrito de Köpenick solo con ponerse un uniforme y decir que actuaba por orden del Káiser, entusiasmado ante la siniestra broma. Tanto el alcalde Lueger como el capitán von Köpenick tienen hoy estatuas conmemorativas en Viena y Berlín.
Del horror de las trincheras no surgió una duradera reacción pacifista. La superó la exaltación de la violencia
El camino de la guerra no fue abierto por uno de los cuatro grandes (Inglaterra, Francia, Alemania, Rusia), sino por Austria-Hungría, el socio menor del Reich. Como detonador servirá el atentado de Sarajevo, pero suele olvidarse que el magnicidio y su secuela bélica fueron consecuencia del salto al vacío dado por el imperialismo austríaco: en 1908, Viena sustituyó la administración de Bosnia obtenida en la Conferencia de Berlin en 1878 por una anexión totalmente ilegal que la enfrentó a Serbia y Rusia. La ceguera comenzó entonces, y antes de 1914 ya dio frutos de sangre en las guerras balcánicas.
Austria era el eslabón débil del círculo de las grandes potencias, a pesar del espectacular crecimiento económico y del fascinante esplendor cultural. “Era quizá un país de genios”, escribió Robert Musil, “y probablemente fue esta la causa de su ruina”. Más bien cabría atribuir esta a un régimen autoritario, belicista y clerical bajo Francisco José, cuya burocracia bloqueaba todo intento de modernización política. La hegemonía del Ejército y la confianza en que el Kaiser apoyaría siempre al aliado “con su fe de caballero” desencadenaron la guerra y el hundimiento del Imperio.
La pluralidad de efectos secundarios de la Gran Guerra es de sobra conocida, incluidos los comportamientos de género, al incorporarse masivamente las mujeres al trabajo. Se alteraron las pirámides de población: el hueco creado por los millones de soldados muertos afectó a la siguiente generación de mujeres, ya que las viudas se ocuparon de captar a las cohortes masculinas más jóvenes. Pero, sobre todo, la guerra cambió el mundo, en la misma medida que se transformaba en lo que el general Ludendorff calificó de “guerra total”. Su conversión en genocidio fue anticipada pronto por los bombardeos y exacciones a poblaciones civiles por el Ejército alemán, aun cuando la lógica de exterminio del enemigo, en este caso interior, solo fuese aplicada sistemáticamente por los Jóvenes Turcos a costa del pueblo armenio. Hitler aprendió la lección, al revelar el 22 de agosto de 1939 sus intenciones sobre Polonia: “¿Quién se acuerda hoy de la matanza de los armenios?” La destrucción de los judíos fue la consecuencia lógica, en medio de la estrategia genocida nazi que para los países ocupados describió Raphaël Lemkin.
Los casi diez millones de soldados muertos hubieran debido servir de enseñanza, y no faltaron iniciativas políticas, como la Sociedad de Naciones, para recogerla. Pero en términos políticos prevaleció la dimensión punitiva del Tratado de Versalles, favoreciendo el auge en Alemania del revanchismo, con su carga militarista y antisemita. Tampoco del horror de las trincheras surgió una duradera reacción pacifista, pronto superada por la exaltación de una máxima violencia, que nutrió al fascismo y al futuro nazismo frente al riesgo de una revolución soviética. La violencia del excombatiente fue incluso ennoblecida por la pluma de Ernst Jünger en Tempestades de acero. “La guerra, elemento primordial —resumió en jerga poshegeliana—, revela las dimensiones propias de la Totalidad”. Hitler se encargó de aplicarlo, al inaugurar el segundo y definitivo acto de la guerra civil europea, mucho más sangriento que el anterior. Como en la imagen de Brueghel, un ciego arrastraba al abismo a los demás ciegos.
Antonio Elorza es profesor de Ciencia Política.
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