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Columna
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En movimiento

En una larga carta escrita a las puertas de su muerte, Oliver Sacks se describió con precisión alarmante, prueba de que todo iba en serio

Manuel Jabois
Oliver Sacks.
Oliver Sacks.SARA KRULWICH

El día que le fue a entrevistar a Nueva York, el periodista Enric González escuchó esta historia de boca del neurólogo Oliver Sacks. Un antiguo director de hospital había ingresado como paciente tres años después de jubilarse, diagnosticado con demencia senil. Un día se puso su vieja bata blanca, entró en su despacho como si nada y se puso a trabajar. Sobre la mesa había varios expedientes y uno de ellos llevaba su nombre. Entonces descubrió, en un momento de lucidez, que se había vuelto loco. Fue “un instante”, relata Sacks. En ese instante un hombre cuerdo pudo no sólo leer el diagnóstico sobre sí mismo, sino saber que era cierto. “Le encontramos absolutamente horrorizado”, recuerda Sacks. La historia sirvió al neurólogo para contarle al periodista que su peor pesadilla era que le confundieran con un paciente: un hombre “nervioso y tartamudo, convencido, el pobre, de ser el doctor Oliver Sacks”.

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Muchos años después, semanas antes de morir, Sacks publicó una extraordinaria tribuna en The New York Times que empezaba así: “Hace un mes me encontraba bien de salud, incluso francamente bien”, y terminaba de esta manera: “He sido un ser sensible, un animal pensante en este hermoso planeta, y eso, por sí solo, ha sido un enorme privilegio y una aventura”. Podría decirse que, entre medias, se había ido muriendo. Lo cual tenía toda la lógica porque si al mismo lugar que llegaba primero con su vida, lo hacía después con la escritura, no tenía por qué ser distinto con la muerte. En esa larga carta escrita a las puertas del final, Sacks se describe con precisión alarmante, prueba de que todo va en serio. También recuerda a David Hume, que escribió su biografía en un día: “Soy un hombre de temperamento dócil, de genio controlado, de carácter abierto, sociable y alegre, capaz de sentir afecto pero poco dado al odio, y de gran moderación en todas mis pasiones”. Sacks, por el contrario, aclara de sí mismo: “Soy una persona vehemente, de violentos entusiasmos y una absoluta falta de contención en todas mis pasiones”. Los dos coinciden en algo: sienten, llegado el final, un profundo desapego por la vida.

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Un año después de aquello llegó a España la autobiografía de Oliver Sacks, para la que necesitó más de un día (Enmovimiento, Anagrama, 2016). Allí había una escena del Sacks muchacho que anticipaba lo que descubrió décadas después sobre sus “violentos entusiasmos” y “falta de contención”. Tuvo una hermosa amistad con un joven llamado Mel que hacía culturismo como él. Entre sus juegos, destacaba uno: pelear sin camiseta y darse masajes desnudos. Sacks cuenta cómo en una ocasión se sentó sobre la espalda “torneada y poderosa” de Mel para untarla de aceite, y cómo su excitación era tan grande que, sin preverlo y sin tocarse, terminó eyaculando sobre ella. Su amigo se quedó helado, recogió sus cosas y se marchó; aunque no rompieron la amistad, se fue debilitando hasta perderse. Sacks, por su parte, pasó varios años drogándose. ¿Sabía Mel quién era realmente Mel, y lo sabía Sacks?

El libro que hizo famoso en todo el mundo a Oliver Sacks fue Despertares, sobre el sueño de 50 años de 20 personas a las que él despertó gracias a un fármaco y cuyas vidas siguió después. Se recordaron a sí mismos medio siglo más tarde tras habérseles amputado lo mejor de la vida, y lo que en cierta forma hace Sacks, relatando que hasta un loco puede recordarse a sí mismo cuerdo, es enseñar a vernos a nosotros mismos sin esperar a tenerlo todo claro un minuto antes de morir.

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Sobre la firma

Manuel Jabois
Es de Sanxenxo (Pontevedra) y aprendió el oficio de escribir en el periodismo local gracias a Diario de Pontevedra. Ha trabajado en El Mundo y Onda Cero. Colabora a diario en la Cadena Ser. Su última novela es 'Mirafiori' (2023). En EL PAÍS firma reportajes, crónicas, entrevistas y columnas.

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