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COLUMNA
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La lección de Carmen

No pensó que aparentar sobriedad la convirtiera en alguien respetable

Elvira Lindo
Carmen Alborch, ministra de Cultura en el Gobierno del PSOE entre 1993 y 1996.
Carmen Alborch, ministra de Cultura en el Gobierno del PSOE entre 1993 y 1996.CARMEN ALBORCH (Europa Press)

Entra Rodrigo Rato en la cárcel. Siempre impresiona el camino de un hombre hasta la reclusión. Debe de tratarse de uno de los trayectos más solitarios en la vida de una persona. Más cuando aún deben resonar en su memoria los ecos de todas las palabras celebratorias que durante tantos años se le dedicaron. Encarnaba al hombre duro, algo borde, impaciente, pero que a su vez ofrecía una imagen de solvencia a la derecha española. Recuerdo incluso cómo algún columnista no alineado con la derecha reclamaba una España en la que hubiera más señores serios como Rato y menos chicas tontilocas como Bibiana Aído. En aquel momento, el ser un señor con empaque servía para determinar su valor. Aún no nos hemos deshecho de esa prejuiciosa y singular vara de medir.

En el arte de la política deben combinarse la ambición, la sagacidad, la inteligencia, pero con irritante frecuencia olvidamos reclamar en quien la ejerce la más difícil de las virtudes, la de hacer el menor daño posible y además evitar que lo hagan otros. Han pasado los años y ya podemos calibrar quiénes fueron realmente dañinos para el buen ejercicio democrático y quiénes, por su apariencia, género, juventud o todo a la vez recibieron críticas burdas y arbitrarias.

Pienso en esto de las apariencias mientras veo el rostro de Carmen Alborch en los periódicos esta semana. Sin duda, su presencia ilumina las portadas e iluminaba la sala en la que estuviera, tenía el poder de refrescar un ambiente, aunque este fuera tan cerrado como el del Congreso de los Diputados. Carmen parece, vista desde hoy, un milagro. La melena salvaje y rojiza, la elegante extravagancia en el vestir, la voz melosa y amable, la sonrisa tan justamente reseñada que se convirtió en el toque que la distinguía. Qué pena que no hayan cuajado sus formas, porque sus formas eran el fiel reflejo del buen corazón que hacía uso de ellas. Hay que tener mucho talento para presentarse ante la vida pública con una sonrisa y para comportarse tal cual ella era, demostrando que era compatible ser ministra con el amor a la vida, a las artes, al callejeo, a la ropa estilosa, al necesario hedonismo y al sentido del humor. La sonrisa y la dulzura parecen estar penalizadas hoy en el ambiente que se ha generado en la vida parlamentaria, porque lo chocante ha quedado reducido a la grosería de turno, a la burla, al show. Y nosotros, a menudo, nos convertimos en publicistas de la majadería.

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Llevó Alborch el sabor de la calle al Congreso. Se arregló para acudir a un consejo de ministros con los colores que brotaban de su espíritu, con el mismo primor que muchas mujeres dedicamos a presentarnos ante los demás. No pensó que aparentar sobriedad la convirtiera en alguien respetable, ni creyó que la elegancia fuera incompatible con ser de izquierdas; jamás enmascaró sus ganas de disfrutar de la vida para parecer más solidaria o comprometida. Supo demostrar que el carácter no es negociable, y esta para mí es su lección más sobresaliente. Las mujeres, sobre todo, no debiéramos dejar escapar el ejemplo: no hay que aceptar un neopuritanismo que nos obligue a impostar la voz, a falsear la indumentaria, a reprimir la extravagancia o a esconder la sonrisa. El tiempo dirá el legado que cada uno dejó. De qué nos sirvió la arrogancia de Rato y en qué medida nos cambió la sonrisa de Carmen Alborch.

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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