Una vida a cuestas
Miles de personas se han unido a la caravana migrante que se dirige hacia Estados Unidos. Con ellas solo llevan una bolsa o una mochila. Los acompañamos para que nos cuenten sus historias a través de los objetos que transportan
El camino es largo y por eso el equipaje debe ser ligero. Miles de migrantes que se han unido a la caravana que ahora mismo atraviesa México y han dejado atrás a sus familias y amigos con la esperanza de una nueva vida en el norte. También intentan alejarse de la violencia y la miseria. Han metido su vida en una mochila que cargan desde Centroamérica hasta Estados Unidos. Estos son sus rostros y sus historias.
Keyla Munguía, 28 años, San Pedro Sula (Honduras)
Agua, una camisa, un suéter y una toalla. Keyla Munguía, de 28 años, asegura que no necesita mucho más, aunque ha viajado más de una semana desde San Pedro Sula, la ciudad más poblada de Honduras, a través de Guatemala y ahora México. Su mochila tiene el dibujo de una pareja de búhos colgados sobre una rama. En una de las bolsas laterales, lleva su desodorante y gafas de sol. En la otra, su teléfono y el cargador. “Me pareció bonita, por eso me la traje desde mi país”, dice tímida, y confiesa que no le gustan las cámaras. “Hace cuatro años vi cómo una pandilla mató a mi primo. Iba llegando cuando apareció el carro y lo balacearon”, cuenta con tristeza: “Lo asesinaron porque no quiso unirse a ellos, ya no quiero estar en Honduras”.
Carlos López, 44 años, Copán (Honduras)
Carlos López saca tres frascos de su pequeña mochila con la imagen de Spiderman. Miel de abeja, para el hambre. Dolo-Neurobión, unas tabletas para el dolor tras las largas caminatas. Limpiasangre, un extracto de ajo y jengibre para la buena circulación sanguínea. También lleva una pequeña lona de plástico, que ha sido su cama los últimos días, unos tejanos y unas zapatillas deportivas. López dejó a su esposa, a su hijo de 12 años y a su hija de 13 años en Copán, en la frontera entre Guatemala y Honduras. “Les dije que me iba, que lucharan y que se sintieran seguros de que iba a llegar a Estados Unidos”, cuenta. “Viajo con 22 amigos que venimos del mismo barrio y vamos a vencer a este gigante llamado Donald Trump”, dice sonriente López, poco antes de caminar 25 kilómetros hacia el pequeño poblado de Huehuetán, en el Estado mexicano de Chiapas.
Ibis Medina, 25 años, Santa Bárbara (Honduras)
“No podría nombrar a un solo jugador, todo el equipo del Real Madrid me gusta”, comenta Ibis Medina, de 25 años. En su pequeña mochila del club merengue solo lleva un cambio de ropa, una botella de agua y los zapatos de un niño, el hijo de su amiga. Medina tuvo que dejar el departamento de Santa Bárbara, en el noroeste de Honduras, por la violencia de las pandillas. “Me la balaceó un chavalo”, dice mientras señala su pierna izquierda, que aún guarda el rastro de las balas de 9 milímetros. “Yo andaba con una chica que le gustaba”. Estuvo viviendo en Esquipulas (Guatemala) los últimos ocho meses, hasta que su prima lo alentó a unirse a la caravana. “Me dijeron que iban a matar a mi papá si no me iba. Me voy a buscar tranquilidad y una oportunidad en Estados Unidos”, dice mientras toma un respiro del sol debajo de un árbol.
Elsa Morales, 34 años, Quiché (Guatemala)
Elsa Morales, de 34 años, viaja con su hijo, de 13 años, y sus dos niñas, de 9 y 3 años. “Soy madre soltera, mi marido nos dejó hace tiempo, nunca quiso hacerse cargo”. Morales carga varias bolsas de tela, las mismas que usaba para hacer la compra en Quiché, unos 270 kilómetros al norte de Ciudad de Guatemala. Lleva cajas de leche, vasos de plástico, una botella con agua, un plátano. “Y toallitas húmedas y pañales para la nena más chiquita porque en la noche no hay baños para que pueda ir”. Morales lavaba y planchaba ropa para mantener a su familia. Lo que ganaba no le alcanza para ver por ellos y los coyotes [traficantes] pedían 45.000 quetzales (unos 5.700 dólares) para llegar a Estados Unidos. “Por eso me uní a la caravana y espero llegar hasta allá. Vamos a ver qué dice Dios”, dice esperanzada.
Miguel Ángel Núñez, 15 años, La Ceiba (Honduras)
A Miguel Ángel Núñez le da vergüenza sonreír porque tiene un diente malo. Su mochila rosa tiene un estampado de flores y mariposas, se la regalaron en un albergue en Guatemala. “Me fui solo, mi papá falleció hace poco y cuando le dije a mi mamá que me iba con la caravana me dijo que estaba bien, pero que tuviera cuidado”, cuenta Núñez, que vivía hasta hace poco más de una semana en La Ceiba, en el Caribe hondureño. En su mochila solo trae un poco de ropa y unas zapatillas para las caminatas. “Solo pude estudiar hasta el tercer año. Espero poder ir a la escuela en México y después seguir para Estados Unidos”, agrega. Núñez tiene tres hermanos mayores, que lo esperan en Ciudad de México. El camino, sin embargo, es largo. Quedan más de 1.000 kilómetros.
Keyton Casildo, 15 años, La Ceiba (Honduras)
“Miguel Ángel y yo crecimos en el mismo barrio, éramos vecinos”, cuenta Keyton Casildo, de 15 años. “Mi mamá lo viene cuidando, es como si fuéramos hermanos”, dice, con la cabeza envuelta con una pañoleta para protegerse del calor. Casildo intenta pasar el rato poco antes de que la caravana parta del centro de Tapachula, en el Estado mexicano de Chiapas. Su mochila es transparente. Trae un pedazo de pan, una botella de agua, sus sandalias y una bolsa para proteger su ropa.
Ilia Dubón, 29 años, San Pedro Sula (Honduras)
“Solo traigo ropa de las niñas, mi pasaporte y pañales”, cuenta Ilia Dubón, de 29 años. Dubón viaja desde San Pedro Sula con sus hijas Mahili, de 6 años, y Anahy, de 9 años. “Lo más difícil ha sido dormir en la calle, me da pena por ellas”, lamenta. La bolsa de cuero de Ilia es lo único que les queda, después de una travesía de nueve días. Traía otra mochila, pero tuvo que dejarla en el camino. “Trabajaba en una fábrica, pero no me alcanzaba para nada, no me pagaban ni el salario mínimo [unas 8.900 lempiras, 370 dólares]”, comenta Dubón, cansada por las largas caminatas. “Estamos huyendo de la miseria”, afirma.
Pedro Antonio del Valle, 25 años, Tegucigalpa (Honduras)
Pedro Antonio del Valle solo tiene en la cabeza seguir adelante. “Hay que viajar ligero, sin cargar mucho”, explica. De su mochila negra cuelgan unas zapatillas moradas con cordones verdes fosforescentes, para las caminatas. Dentro están un par de pantalones, ropa interior y medias [calcetines]. “Solo ropa”, dice con voz pausada y agrega: “Y aquí en la bolsa del frente traigo mi pasta de dientes, mi cepillo y mi desodorante”. Del Valle dejó Tegucigalpa, la capital de Honduras, por la pobreza. “No conseguís trabajo, solo en la construcción y pagan muy poco”, señala: “Por eso, me voy para el norte”.
Miriam Pérez, 20 años, Copán (Honduras)
“Sembrábamos café y tomate, pero nos alcanzaba”, cuenta Miriam Pérez, de 20 años, con su hija de 3 años envuelta en uno de sus brazos y un paraguas para protegerse del sol y de la lluvia. Trae una maleta morada de ruedas, para no tener que cargarla a cuestas. “Casi todo lo que llevo es de mi hija, su ropa, una gorra, pasta de dientes y unas chanclas [sandalias]”, cuenta. Sus papás se quedaron trabajando la tierra en el departamento de Copán, pegado a Guatemala. “Se pusieron tristes, pero me apoyan para buscar una vida mejor”, comenta Pérez. “Nos vamos por el Gobierno, que no nos ha apoyado en nada y que ha subido impuestos que no podemos pagar”, asegura.
Fotos y texto: Elías Camhaji y Hector Guerrero
Edición: Mari Luz Peinado
Edición gráfica: Anabel Bueno
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