Vox resucita con Franco
La extrema derecha se concede una kermés con la expectativa de entrar en los parlamentos
Es una desgracia que la iniciativa de exhumar a Franco no se haya resuelto con la eficacia y rapidez de una misión paracaidista. Tanto se demora la resurrección del caudillo, tanto se estimula el akelarre del oscurantismo y el fervor de una España “grande y libre”, hasta el extremo de que el tirano podría transitar del túnel siniestro de Cuelgamuros a la consagración catedralicia mientras adquiere verosimilitud el regreso de la extrema derecha al Parlamento.
Es el contexto “ultra” y emocional que Vox ha aprovechado para introducirse en la actualidad como remedio providencial a la unidad de la patria. Los medios de información deberíamos sopesar nuestro papel de incitación propagandística, pero tampoco podemos sustraernos a las evidencias informativas: Santiago Abascal, desprovisto de carisma y de cualidades telepredicadoras, abarrotó la plaza de Vistalegre; el CIS concede a su partido un 1,4% de margen electoral y los comicios europeos representan un escenario propicio a la homologación institucional de un partido xenófobo, confesional, antifeminista, anticomunitario, autoritario, anticonstitucional, que emula, todavía desde las distancias, la inercia de otros movimientos populistas —el Frente Nacional, la Liga, Alternativa por Alemania...— arraigados en los países vecinos.
España, como Portugal, parecía indemne al rebrote de la extrema derecha. No solo por la sobrexposición a una dictadura de 40 años —parecido al caso de Salazar en Portugal— sino porque la idiosincrasia de una sociedad tolerante y la hegemonía sin fisuras del Partido Popular en la derecha convencional subordinaban la expectativa de una radicalización patriótico-nacionalista.
No parece accidental que Abascal haya inaugurado su reino allí donde Pablo Iglesias erigió el suyo, el Masadá de Vistalegre, ni parece casual tampoco que Vox haya programado su “asalto a los infiernos” desde el mismo itinerario estratégico: las elecciones europeas —circunscripción única— como trampolín a la política nacional en un escenario desquiciado por la tensión soberanista, el miedo a la inmigración, la psicosis de la seguridad y la inestabilidad del sanchismo. La extrema derecha existía en su marginalidad, nostalgia y credulidad, pero no existía un partido corpulento que la representara ni parecía Abascal una réplica transpirenaica y verosímil de Le Pen. Vox está muy cerca de entrar en el Congreso y muy lejos de convertirse en una fuerza política relevante, pero su irrupción, una némesis del marianismo, es significativa y preocupante porque retrata la expectativa de un electorado xenófobo, porque incorpora un principio balcanizador de la derecha española y porque supone la tentación de un peligro mimético al discurso de sus rivales. Sería inquietante que Pablo Casado recuperara la adhesión y el desconsuelo de los votantes abstractos de Vox —podría ser hasta un millón— radicalizando sus propuestas de seguridad, inmigración y tensión patriótica en nombre del prosaico voto útil.
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Un día en un pueblo gobernado por la extrema derecha
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