La vida de Bradley Cooper se convierte en una paranoia
El actor, que acaba de estrenar 'Ha nacido una estrella', ha estado toda la vida desesperado por ser famoso. Una vez conseguido, ve enemigos por todas partes
El pasado 29 de septiembre San Sebastián casi declaró el estado de sitio durante la visita de Bradley Cooper al festival de cine para presentar Ha nacido una estrella, su debut como director. El actor accedió a posar para las cámaras antes de su rueda de prensa durante 30 segundos, tras los cuales los fotógrafos debían retirarse más atrás de la tercera fila y dejar el pasillo despejado. Solicitó que no le pidiesen autógrafos y, para asegurarse no ya de que nadie se le acercara sino de que nadie siquiera le viese entrar y salir de la sala de prensa, se acordonó toda la planta baja del palacio Kursaal (haciendo imposible, por ejemplo, ir al lavabo durante el rato que el actor estuvo en el edificio). Para la jornada de entrevistas, gran parte de la planta baja del hotel Maria Cristina también fue acordonada.
Este tipo de proteccionismo casi militar no siempre es cosa de las estrellas sino de sus publicistas. Por un lado, como medida preventiva. Por otro, para justificar un trabajo que nadie en Hollywood tiene muy claro cuál es, pero que todos consideran imprescindible. Sin embargo, Bradley Cooper (Filadelfia, 1975) no siempre ha sido así. ¿Qué ha ocurrido para que el actor se cierre en banda?
Ante la cerrazón de Bradley Cooper en la entrevista, la periodista de 'The New York Times' decidió dedicar 5.000 palabras a contar el relato de una estrella imposible
Dos días antes de su aterrizaje en San Sebastián, el New York Times publicaba un perfil en el que la periodista emplea 5.000 palabras (o sea, cuatro veces más que este artículo) en contar cómo Bradley Cooper no ha querido responderle a nada. Ella pone un pie en la puerta: “Tú querías mostrar una parte de ti mismo en la película, la gente quiere comprender de dónde viene”. “Es diferente, porque tú estás creando contenido”, matiza él. “Pero es tu historia”. “Pero la estás haciendo tú”. “Porque yo voy a escribir tu historia”. “Pero yo no tendré control, no es una colaboración en realidad”, zanja el actor. “Tengo una historia que escribir y no sé qué hacer”, lamenta la periodista, derrotada.
Este tipo de tira y afloja supone una crispación infrecuente en las entrevistas con estrellas, porque para eso está el publicista: para indicarle al periodista, con cara de no haber tenido un amigo en su vida y sin dejar de mirar el móvil, que todas las preguntas personales están desterradas de la entrevista (bajo amenaza de cancelación inmediata) y así evitar que Cooper sea grabado diciendo cosas como “mira, pareces maja, entiendo que es tu trabajo, pero no vamos a abordar temas personales”. Así que la entrevistadora, que tenía un texto de 5.000 palabras que entregar, decidió contar el relato de una estrella imposible. Tras leer el reportaje, Bradley Cooper viajó a San Sebastián y (él, su publicista o ambos) amuralló su visita.
Bradley Cooper tenía ya 34 años cuando Resacón en Las Vegas (Todd Phillips, 2009), donde interpretaba a un arquetipo de canalla con buen fondo que repetiría en media docena de películas, le consiguió sus primeras portadas y desencuentros con la prensa. Había estado tantas veces a punto de conseguirlo (en la serie Alias hacía de amigo pardillo de la protagonista, porque lo que Hollywood entiende por un perdedor es Bradley Cooper con gafas; y en un casting lo descartaron llamándole “poco follable” en su cara) que no iba a dejar escapar este asalto definitivo al Olimpo: el actor no disimulaba su preocupación por parecer “un imbécil” en sus entrevistas.
Un amigo suyo definió su mirada como la de “un pijo gilipollas de los 80”. Una mirada que, por cierto, está retocada con Photoshop en los reportajes para añadir “anhelo” a ese azul que la periodista del Times describe como “el azul que solo existe en las piscinas de los panfletos de vacaciones tropicales”. Su cosificación en papeles como el de El equipo A, donde interpretaba al guapo de la cuadrilla apodado The Face (“la cara”, en España “Fénix”), hacían que Bradley Cooper pareciese el resultado humano de un algoritmo que busca atraer a todos los demográficos de la población. Era retratado como un bon vivant que conduce coches descapotables y que te habla sobre el olor del vino antes de probarlo. Esa imagen pública se prestaba a etiquetarle como un capullo, y él lo sabía.
“Una periodista escribió que yo llegué tarde a la entrevista, a pesar de que fue ella la que se equivocó de bar, y que la observé mientras bajaba las escaleras del metro cuando en realidad la acerqué a su casa. Me hizo parecer un imbécil”, explicaba Cooper en 2011 en su primera y única entrevista a Esquire. En esa ocasión la entrevistadora tuvo un acceso íntimo al actor: cocinaron en casa de ella, él fregó los cacharros y después se quedó dormido en el sofá.
Llegó a confesar: “Una vez estaba en una fiesta y golpeé la cabeza contra el suelo a propósito como diciendo: 'Mirad qué duro soy'. Me levanté, me caía la sangre por la cara y volví a golpear la cabeza contra el suelo. Me preocupaba tanto lo que pensasen de mí que me sentía como un marginado”
La tesis del texto era que Cooper llevaba toda su vida adulta desesperado por ser famoso, a pesar de que no insertaba ni una sola cita del actor respaldándola. El reportaje fue ilustrado con una sesión de fotos en la que Cooper paseaba con dos señoras maduras con pinta de ricachonas, varias bolsas de tiendas de lujo y un caniche. En otra foto, aparecía sentado al borde de una cama donde una de esas dos señoras aún yacía semidesnuda acariciándole la oreja con el pie. Él sujetaba unos dólares en la mano con cara de resignación. Un agente de prensa le definía en el texto como “la estrella de cine más afable haciendo promoción”.
En su primera y última entrevista para The Hollywood Reporter, en 2012, Cooper abordó su adicción a las drogas y al alcohol entre Alias y Resacón en Las Vegas, cuando cumplió 30 años y asumió que jamás llegaría a triunfar en Hollywood. Se levantaba a las dos de la tarde, nunca paseaba a sus perros y cuando salía a cenar con sus amigos solo hablaba de sí mismo. “Una vez estaba en una fiesta y golpeé la cabeza contra el suelo a propósito como diciendo 'mirad qué duro soy”, confesaba el actor. “Me levanté, me caía la sangre por la cara y volví a golpear la cabeza contra el suelo. Me preocupaba tanto lo que pensasen de mí, la impresión que daba, que me sentía como un marginado. Solo vivía en mi cabeza”. Desde entonces, no hay entrevista en la que no le pregunten qué tal va su sobriedad.
En su primera y única entrevista para GQ, en 2013, Cooper habló de cómo lo dejó todo para mudarse a Filadelfia cuando su padre cayó enfermo de cáncer. De cómo le llevó a un partido de los Filadelfia Eagles (fútbol americano) un domingo y falleció el sábado siguiente. De cómo le rodeó en sus brazos mientras moría. El artículo hacía referencia a la tesis de Cooper sobre Lolita, de Vladimir Nabokov (se graduó en Bellas Artes), y le ridiculizaba al transcribir sin editar su divagación sobre El paraíso perdido, de John Milton: “¿Milton, tío? Milton. Joder, no se hable más. El hijo de puta tenía 57 años, estaba ciego, le dictaba a su jodida hija. ¿El paraíso perdido? Quiero decir, es que no puedo... Ese poema me mató, joder. ¿Satán? Ese personaje era increíble, joder. Podía saborearlo en mi boca, tío, leyéndolo. Por alguna razón, de verdad, de verdad, conecté con ese poema”.
Y en la citada entrevista para el New York Times el actor se niega a hablar de cómo vive él los tres temas principales de su vida: la paternidad, el alcoholismo y el amor. Su relación con la actriz Renée Zellweger atrajo a una prensa sensacionalista que él desea mantener lejos de su actual relación con la modelo rusa Irina Shayk, con quien tiene una hija.
La crítica Alison Willmore ha escrito sobre la nueva película de Cooper, la primera que dirige: “Ha nacido una estrella es una parábola sobre cómo la fama puede deformarte y arruinarte, y sobre cómo es el único sueño que merece la pena tener”. La misma descripción encaja para Cooper: se ha embarcado en una gira promocional para una película producida por el sistema (Warner Bros) por 33 millones de euros, pero a la vez se niega a hacer concesiones a esa publicidad.
Tras conseguir tres nominaciones al Oscar en tres años (por El lado bueno de las cosas, La gran estafa americana y El francotirador), para Bradley Cooper sentarse en la silla de director significa mucho más que estar en control de su película. Significa estar en control de su imagen. Al igual que hizo su mentor Clint Eastwood, Cooper aspira a romper el molde de su encasillamiento (en el caso de Eastwood, el tipo duro sin alardes; en el de Cooper, el último hombre blanco heterosexual que parece ignorar que sus días de privilegio están contados) transformándose en cineasta de prestigio. Y Ha nacido una estrella es su Los puentes de Madison.
Su cosificación en algunos papeles hacían que Cooper pareciese el resultado humano de un algoritmo que busca atraer a todos los demográficos de la población
Bradley Cooper quiere protagonizar El hombre elefante en Broadway, el personaje con el que asegura sentirse más identificado, y ser imagen de una marca de helados en una campaña que imita a las de George Clooney y la cafetera de lujo. Contradice a su madre, quien asegura que todo el mundo ha admirado su belleza desde niño, y explica que jamás nadie se ha fijado en él. Y quiere que se le tome en serio como artista y que sea la película quien hable por él, porque ya está cansado de pedir permiso para ser una estrella. Ahora solo posa para fotos relajadas, casi todas en blanco y negro.
Puede que para ser una estrella de verdad haga falta encontrar el inexplicable equilibrio entre parecer accesible pero misterioso, pero eso a Bradley Cooper ya le da absolutamente igual. Que se encargue su publicista.
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