Materna
La brecha salarial crece al 37,5% al tener hijos, y a las que no somos madres o lo somos con una conducta inesperada nos miran con desconfianza
Hasta no hace mucho, maternidad y cuidados eran temas de revistas que te enseñaban a hacer un punto del derecho y otro del revés. Ser una madre formaba parte de esa generosidad doméstica que nunca se remuneró porque se vinculaba con la naturaleza y los deseos femeninos: la pulsión biológica perpetúa la especie y, en ese afán, convierte la cueva en un lugar confortable. La invención de arado motivó que los trabajos se redistribuyeran, ya que las recolectoras no disponían de fuerza suficiente para su manejo. Las mujeres colonizan la intimidad. En ese contexto, la maternidad es objeto de estudios antropológicos, económicos y culturales: el ecofeminismo cuestiona la avalancha de madres que hacen de la experiencia materna el centro de su vida, mientras que divulgadores reaccionarios hablan de mujeres frustradas por haber perdido su oportunidad biológica. A los “innatistas” no se les puede discutir, porque argumentan desde lo inmutable, pese a que existen ejemplos numerosos de que la naturaleza debe corregirse en ciertos casos. Por eso existen las vacunas y no siempre los débiles lamen los pies del fuerte. No somos chimpancés y hacemos política para evitar estas desigualdades: la variable de clase es relevante en las diferentes aproximaciones a la maternidad y los cuidados; quizá otro día debatamos en torno a los vientres de alquiler y las granjas de mujeres. La libertad de las opciones libres según se mire y para quién. Los conflictos en torno a la maternidad corroboran la idea de que aún nos construimos frente a estereotipos sobre mujeres sojuzgadas por no querer tener hijos o querer tener demasiados, parir con dolor o sin él, dar el pecho o el biberón, formar familias monoparentales, comportarse protectoramente —¡Madres caníbales!— o estar más pendientes de sí mismas que de sus criaturas…
Yo no he sido madre porque no me ha dado la gana. Soy una mujer. Aprendo de experiencias ajenas: Paula Bonet publica Roedores, diario de maternidad frustrada acompañado de ilustraciones bellísimas. Nuria Labari quiere que sus tetas vuelvan a ser sus tetas, no dos surtidores lácteos. Florencia del Campo huye de una madre enferma renegando de la obligación de cuidar. Lola López Mondéjar explora el límite entre el proteccionismo materno hacia la hija y una libertad que puede ser peligrosa. María Fernanda Ampuero quiere ser madre, pero con un solo hombre. Silvia Nanclares relata cómo la infertilidad desemboca en una medicalización agresiva a la que no renuncia por la grandeza de su deseo. Belén García-Abia piensa sobre otras formas de maternidad que no pasan por el acto físico de gestar y parir. Alice Munro retrata a una mujer que fuma mientras amamanta en un intento de humanizarse, individualizarse y huir de su condición mamífera. El monopolio del relato de la maternidad se escapa del binomio de la santa y la pecadora, y deja de ser excusa para mantener a las mujeres atadas a la pata de la cama. Los momentos vulgares y fisiológicos constituyen una nueva modalidad de la narración épica, y todas las licantropías del cuerpo en transición —exilio, pubertad, embarazo, climaterio, transexualidad…— se erigen en centro de nuevas historias y conversaciones. La brecha salarial crece al 37,5% al tener hijos, y a las que no somos madres o lo somos con una conducta inesperada nos miran con desconfianza. Demos gracias a las manifestantes en pro del aborto, los centros de planificación familiar, las feministas obreras, los hombres feministas y otras heterodoxas que siguieron luchando cuando las ingenuas pensábamos que habíamos logrado la igualdad.
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