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Columna
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Elevemos la calidad del debate

Nadie pretende eliminar la discrepancia como espacio natural para la legítima competencia entre proyectos políticos diferentes

Mariola Urrea Corres
El presidente del Partido Popular, Pablo Casado, en el Congreso de los Diputados.
El presidente del Partido Popular, Pablo Casado, en el Congreso de los Diputados.CARLOS ROSILLO (EL PAÍS)

Hay evidencias que demuestran una pérdida acelerada de la calidad actual del debate político en España. Con toda seguridad surgirían algunas discrepancias si nos proponemos determinar las causas que explican esta situación. Tampoco será fácil consensuar quiénes y en qué grado acumulan un grado mayor de responsabilidad en lo que nos ocurre. Más allá de cualquier matiz, parece obvio que ser parte del Gobierno o, en su caso, disponer de un acta de diputado en el Parlamento incrementa el compromiso que se adquiere al poder impulsar una agenda y ordenar las claves de su discusión. Hacerlo de forma que no dañe el marco institucional vigente y atienda con lealtad a las preferencias de voto de la sociedad es una obligación política y moral que encuentra su fundamento en una cultura democrática sólida.

Con todo, basta observar los últimos debates en el Parlamento para constatar lo alejados que estamos hoy de tal aspiración. Las formas y el fondo de la conversación pública poco tienen que ver con la creación de un espacio que permita, entre todos, atender a las preocupaciones más inmediatas, sin olvidar la necesidad de consolidar un proyecto sólido de país. La subordinación de toda acción política a un rendimiento electoral inmediato imposibilitan un debate en profundidad encaminado a alcanzar respuestas consensuadas para, entre otros, ordenar la gestión de los flujos migratorios, luchar contra la desigualdad, garantizar la sostenibilidad del sistema público de pensiones, definir las coordenadas de una política científica que estimule nuestro mapa investigador y actúe como palanca de transformación de nuestro tejido industrial, mejorar las condiciones de nuestro mercado de trabajo, erradicar la violencia contra las mujeres, configurar la arquitectura fiscal que permita obtener los recursos que demandan nuestras políticas públicas, acordar la seguridad que necesitamos, definir cómo nos relacionarnos con el mundo, perfeccionar nuestro sistema institucional o replantear de forma serena nuestro marco de convivencia.

No puede dejarnos indiferentes el grave deterioro que hoy alcanza la gestión de la discrepancia política dentro y fuera de las instituciones. Habrá quien piense que, más allá de lo que apunten los grandes tratados sobre las virtudes que deben acompañar al «arte de la política», la realidad del ejercicio del poder se configura siempre en términos muy poco nobles. Con todo, no creo que sea mucho pedir definir el grado de toxicidad que una sociedad está dispuesta a tolerar para su espacio público. Nadie pretende eliminar la discrepancia como espacio natural para la legítima competencia entre proyectos políticos diferentes. Ni siquiera hace falta que sus señorías reduzcan la dureza con la que se interpelan, si es así como creen que deben interpretar su mandato representativo. Nos basta, de momento, con que eleven significativamente el nivel y la profundidad con el que afrontan los contenidos de la agenda política. Resultaría una magnífica expresión de respeto hacia todo lo que representan.

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Sobre la firma

Mariola Urrea Corres
Doctora en Derecho, PDD en Economía y Finanzas Sostenibles. Profesora de Derecho Internacional y de la Unión Europea en la Universidad de La Rioja, con experiencia en gestión universitaria. Ha recibido el Premio García Goyena y el Premio Landaburu por trabajos de investigación. Es analista en Hoy por hoy (Cadena SER) y columnista en EL PAÍS.

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