Apocalípticos y entusiastas
Si la política no es capaz de recuperar la confianza de la ciudadanía, estamos abocados a un mundo cada vez más amurallado
Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos…”. Pocos como Charles Dickens supieron narrar la brecha que la Revolución Francesa abrió en Europa, la batalla entre progreso y tradición. El famoso arranque de Historia de dos ciudades es hoy tan pertinente como entonces. Una brecha invisible —otra más— va creciendo en el seno de las sociedades occidentales entre aquellos que creen que han perdido el futuro y aquellos que creen que el futuro les pertenece.
Entre los primeros, los apocalípticos, va calando el miedo, la angustia y la rabia. El miedo a perder el trabajo, o las prestaciones, o las pensiones, ya sea por las oscuras fuerzas de la globalización, por los inmigrantes o por la imparable marcha de los robots y la inteligencia artificial; la angustia ante fenómenos que se nos escapan, como el terrorismo internacional, el cambio climático o las pandemias —ahí están el ébola, el zika…—, la rabia ante el otro, el diferente, ante los que se convierten en chivos expiatorios de la frustración.
Al otro lado están los entusiastas, los que ven un futuro lleno de oportunidades de la mano de la innovación, de la tecnología, de la fe en la capacidad del ser humano para hacer frente a cualquier desafío. En realidad, nunca la humanidad había alcanzado tales cotas de bienestar y progreso. Es cierto que entre ellos domina una cierta aristocracia tecnológica —el porvenir parece ser de los ingenieros—, pero no solo.
Para estos, el futuro será lo que tú quieras que sea; está en tus manos, en tu iniciativa, en tu capacidad de emprender, de reinventarte. Son los reyes de la resiliencia. Aquellos observan con impotencia un futuro diseñado por otros. Una reciente encuesta entre jóvenes británicos, por ejemplo, revelaba que más de un cuarto pensaba que no tenían control sobre sus vidas y más de un quinto que no se sentían capaces de cambiar sus circunstancias personales.
Es una brecha de esperanzas, de expectativas. Cada uno, claro, tiene su reflejo político. Los populismos actuales están sabiendo aprovechar como nadie el miedo y la rabia, alimentados en gran medida por unos medios de comunicación que, por naturaleza, tienden a amplificar lo disruptivo.
Los segundos andan más huérfanos políticamente hablando: ahí están Macron, Trudeau y Jacinda Ardern, la primera ministra de Nueva Zelanda; ahí quiso situarse Ciudadanos, aunque ahora está en otra. En el centro, una gran clase media a la que cada vez le cuesta más verse representada en los partidos tradicionales.
Un proverbio chino dice que cuando soplan vientos de cambio, unos construyen muros y otros molinos. Pero si la política no es capaz de recuperar la confianza de la ciudadanía, estamos abocados a un mundo cada vez más amurallado.
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