Demandas difusas, respuestas turbias
Es significativo que los partidos políticos se hayan convertido, a los ojos de la ciudadanía, en algo lejano, ajeno y sospechoso
Una de las tareas más difíciles del análisis político es interpretar las demandas, a menudo difusas, de la sociedad para poder ofrecer respuestas concretas. Máxime, si estas llegan en un momento de crisis económica, impotencia política y una profunda desafección que abre una brecha entre representantes públicos y representados. De ahí que sigamos estudiando y debatiendo qué ha supuesto la crisis que estalló en 2008, cómo ha afectado a nuestras democracias y qué era exactamente lo que los indignados gritaban en las plazas.
En aquella amalgama de malestares difusos, un elemento subyacía con claridad: el distanciamiento, la desconfianza y un profundo cuestionamiento de quienes ostentaban cargos de responsabilidad pública. Hoy ya tiene nombre: crisis de representación. Aunque no es exclusiva de España, esta crisis tiene en nuestro país perfiles propios. Es realmente significativo que los partidos políticos, que en la Transición del 78 eran sinónimo de modernidad, pluralidad y democracia, ahora se hayan convertido, a los ojos de buena parte de la ciudadanía, en algo lejano, ajeno y sospechoso. Los que ayer fueron parte de la solución, hoy son vistos como parte del problema. La insistencia del CIS al mostrar dentro de las primeras preocupaciones de los españoles desde 2010 a "la clase política y los partidos políticos", así lo atestigua.
Conscientes de ese clamor de la ciudadanía, tan expresivo como difuso, los partidos van lanzando con más o menos acierto iniciativas como las primarias para seleccionar a sus élites, o propuestas para acotar, eliminar o edulcorar los aforamientos.
Bienvenida sea toda iniciativa que ayude a cerrar esa brecha entre representantes y representados, pero conviene leer con precisión la demanda social para no errar la respuesta. Eliminar los aforamientos únicamente para diputados, senadores y Gobierno según parece que va a plantear el Ejecutivo, manteniéndolo para los hechos "en el uso estricto de su cargo", y dejando al margen a todos los aforados que contemplan la Ley Orgánica del Poder Judicial, la Ley de Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado o los Estatutos de Autonomía de las Comunidades Autónomas, no es algo que vaya a satisfacer la necesidad ciudadana de recuperar la credibilidad y la confianza en las mujeres y hombres que se dedican a la política. Es más, se puede volver en contra. De la misma forma que quien afirma tajante "La Corona no se toca", para rechazar la idea de retirar la inviolabilidad al jefe del Estado, les está haciendo un flaco favor a sus majestades. Lo que jurídicamente se define como prerrogativa es visto por la ciudadanía como privilegios raramente justificables en una democracia avanzada. Máxime, cuando se comprueba que es una figura extraña en muchos países de nuestro entorno y muy acotada en otros.
Urgido por la necesidad de demostrar que no es más de lo mismo, de recuperar la iniciativa, y angustiado por la incertidumbre sobre la duración de su mandato, el Gobierno tiene prisa. Y las prisas, ya se sabe, son malas consejeras.
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