Brotes de titulismo
Ahora hemos ingresado en un tiempo donde parece que el interés por los títulos supera al amor por el conocimiento
No está de más, presenciando el desalentador espectáculo de estos días, echar la vista atrás, observar cómo fue el fluir de la vida de la generación de mis padres, niños de la guerra que en muchos casos hubieron de abandonar la escuela sin poder completar una educación básica. Poco nos acordamos de cómo lograron una posición en el mundo laboral, conquistada a fuerza de trabajo duro y talento no cultivado en la universidad. Yo recuerdo escuchar de sus bocas la palabra “titulitis”, que ahora suena desfasada, pero que entonces denominaba muy certeramente la obsesión por anteponer el título al conocimiento real. En los años sesenta y setenta había extraordinarios técnicos que no habían pasado por las aulas superiores. Contables que sabían más que los economistas, enfermeras con experiencia que se manejaban mejor que los médicos, sabios jefes de obra que superaban a los arquitectos y amas de casa que hubieran podido dirigir un hotel; empleados, en suma, que atesoraban más destreza en la materia que sus jefes. Es probable que la pobreza en la que crecieron les imbuyera un sentimiento de superación que les definió de por vida. Nadie les regaló nada. Pero, ay, los hijos nunca imaginan a los padres en su juventud, sino tal como los vemos en el más riguroso presente y eso nos aboca a una inevitable ingratitud. Presenciando este lamentable showde los historiales académicos inflados pienso en aquellos padres que veneraron el conocimiento al tiempo que temían a los titulados, porque los estudios superiores denotaban una clara brecha de clase. En la palabra titulitis se concentraba la burla, el recelo y también cierto complejo social.
Ahora hemos ingresado en un tiempo donde parece que el interés por los títulos supera al amor por el conocimiento. Obviamente, quien haya estudiado con empeño y vocación no tiene por qué sentirse ofendido, pero es cierto que hay una tendencia a distinguirse por los adornos que uno clava en el expediente. Y no son solo los títulos los que acreditan que una persona es válida para el oficio de la política; muy ilusos seríamos los ciudadanos si abducidos por las malas artes entre diputados, que más denotan furia y rencor que interés por el bien del país, olvidásemos que más allá del expediente está lo que uno realmente es. En cualquier oficio, la integridad, la capacidad para negociar y ceder, la perspicacia, la tolerancia, el juego limpio y la capacidad de expresar ideas son cualidades notables, pero da la impresión de que hemos olvidado que en política deberíamos considerarlas esenciales. Los estudios universitarios ayudan en el ejercicio profesional, sin duda, pero no conforman la calidad de una persona ni, por lo que vemos a diario, mejoran el discurso público. No estoy segura de que sea mejor representante una licenciada en Políticas o Derecho, carreras predominantes, que otro en Humanidades, licenciatura esta última que tuvo más presencia en las primeras legislaturas de la democracia. Alguna razón habrá para que los filósofos o los filólogos hayan desparecido de los escaños. Da una idea de la caída de prestigio de esos saberes.
Como reflejo de las vidas de nuestros padres, muchos de los diputados del primer Congreso estaban modelados por las circunstancias históricas que les habían tocado en suerte. Algunos se habían forjado en el mundo sindical, en la militancia o el exilio. Tal vez sí que haya algo que aprender de aquellos años, aunque nos estropee el discurso contra el dichoso régimen del 78, para no sucumbir ante este brote de titulismo que, en el fondo, emparenta con el clasismo que padecieron los llamados niños de la guerra.
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