_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Brotes de titulismo

Ahora hemos ingresado en un tiempo donde parece que el interés por los títulos supera al amor por el conocimiento

Elvira Lindo
Biblioteca de la Universidad Rey Juan Carlos en el campus de Móstoles Madrid.
Biblioteca de la Universidad Rey Juan Carlos en el campus de Móstoles Madrid. © CARLOS ROSILLO

No está de más, presenciando el desalentador espectáculo de estos días, echar la vista atrás, observar cómo fue el fluir de la vida de la generación de mis padres, niños de la guerra que en muchos casos hubieron de abandonar la escuela sin poder completar una educación básica. Poco nos acordamos de cómo lograron una posición en el mundo laboral, conquistada a fuerza de trabajo duro y talento no cultivado en la universidad. Yo recuerdo escuchar de sus bocas la palabra “titulitis”, que ahora suena desfasada, pero que entonces denominaba muy certeramente la obsesión por anteponer el título al conocimiento real. En los años sesenta y setenta había extraordinarios técnicos que no habían pasado por las aulas superiores. Contables que sabían más que los economistas, enfermeras con experiencia que se manejaban mejor que los médicos, sabios jefes de obra que superaban a los arquitectos y amas de casa que hubieran podido dirigir un hotel; empleados, en suma, que atesoraban más destreza en la materia que sus jefes. Es probable que la pobreza en la que crecieron les imbuyera un sentimiento de superación que les definió de por vida. Nadie les regaló nada. Pero, ay, los hijos nunca imaginan a los padres en su juventud, sino tal como los vemos en el más riguroso presente y eso nos aboca a una inevitable ingratitud. Presenciando este lamentable showde los historiales académicos inflados pienso en aquellos padres que veneraron el conocimiento al tiempo que temían a los titulados, porque los estudios superiores denotaban una clara brecha de clase. En la palabra titulitis se concentraba la burla, el recelo y también cierto complejo social.

Ahora hemos ingresado en un tiempo donde parece que el interés por los títulos supera al amor por el conocimiento. Obviamente, quien haya estudiado con empeño y vocación no tiene por qué sentirse ofendido, pero es cierto que hay una tendencia a distinguirse por los adornos que uno clava en el expediente. Y no son solo los títulos los que acreditan que una persona es válida para el oficio de la política; muy ilusos seríamos los ciudadanos si abducidos por las malas artes entre diputados, que más denotan furia y rencor que interés por el bien del país, olvidásemos que más allá del expediente está lo que uno realmente es. En cualquier oficio, la integridad, la capacidad para negociar y ceder, la perspicacia, la tolerancia, el juego limpio y la capacidad de expresar ideas son cualidades notables, pero da la impresión de que hemos olvidado que en política deberíamos considerarlas esenciales. Los estudios universitarios ayudan en el ejercicio profesional, sin duda, pero no conforman la calidad de una persona ni, por lo que vemos a diario, mejoran el discurso público. No estoy segura de que sea mejor representante una licenciada en Políticas o Derecho, carreras predominantes, que otro en Humanidades, licenciatura esta última que tuvo más presencia en las primeras legislaturas de la democracia. Alguna razón habrá para que los filósofos o los filólogos hayan desparecido de los escaños. Da una idea de la caída de prestigio de esos saberes.

Como reflejo de las vidas de nuestros padres, muchos de los diputados del primer Congreso estaban modelados por las circunstancias históricas que les habían tocado en suerte. Algunos se habían forjado en el mundo sindical, en la militancia o el exilio. Tal vez sí que haya algo que aprender de aquellos años, aunque nos estropee el discurso contra el dichoso régimen del 78, para no sucumbir ante este brote de titulismo que, en el fondo, emparenta con el clasismo que padecieron los llamados niños de la guerra.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_